Con la misma lógica que las televisiones podrían pedir el cierre de Netflix, los grandes almacenes querellarse contra Amazon o los diarios en papel pedir el cierre de la prensa digital, un gremio en el que se mezclan intereses de grandes flotistas, autónomos y empleados, liderado por un experto en meterse en charcos, se empeña en encastillarse en un status que ya no tiene sentido y aunque pueden creer que han ganado, en realidad les ocurre lo mismo que a los protagonistas de la premiada película Los Otros de Amenábar.
El gobierno de España pasó la patata caliente a los gobiernos autonómicos y en Barcelona, cada vez más caricatura de lo que fue y sobre todo de lo que podría ser, se ha cedido al chantaje. Vías ocupadas, coches destrozados, periodistas agredidos y amenaza a la última joya de la corona, el Mobile World Congress, llevan a que un Ejecutivo autónomo --que no está por lo que tiene que estar-- ponga un parche con una legislación tan recurrible que la Autoritat Catalana de Competència (ACCO), también parte del Govern, ha dicho alto y claro que la ley es restrictiva de la competencia y discriminatoria.
Más de 150.000 ciudadanos han pedido que no se hiciese lo que se ha hecho, poner puertas al campo, pero parece que ese derecho a decidir no nos asiste. Es igual, más pronto que tarde llegará el tema a los tribunales, se anulará la ley y vuelta a empezar, más huelgas y más chantaje.
El coste de esta chapuza no será nulo. Lo más grave es que seguimos alentando a la desobediencia y al chantaje, algo que parece es lo propio en una ciudad con tradición anarquista y abonada al realismo mágico que no nos permite distinguir entre Séneca y Nerón. Parece que desalojar la Castellana de Madrid de quienes invaden la vía pública es más sencillo que la Gran Vía de Barcelona. Si hacemos caso al dimitido líder de los taxistas catalanes --de excursión por Madrid-- será por la condición sexual del Ministro, pero probablemente sea por la percepción del Estado de Derecho y de las funciones de la policía que se tiene a un lado u otro del Ebro.
Los juicios que vendrán acarrearán costes a todos nosotros y algún disgusto para unos políticos que saben que han firmado lo que no podían firmar, léase de nuevo la opinión de la Autoritat Catalana de Competència. Como coste de transición, varios miles de trabajadores pasarán unos meses en el paro --cuyo subsidio pagaremos entre todos-- y, como guinda, la imagen pueblerina de una ciudad que otrora fue la más cosmopolita de España. Muchos de los asistentes al Mobile World Congress alucinarán al ver que su aplicación de Uber funciona en Nigeria o Pakistán, pero no en Barcelona.
Pero más allá de esta batalla de corto alcance, lo que hay que resolver es la reestructuración de un sector cuyo futuro está escrito. Una tasa de 5 céntimos por kilómetro como propone Cabify puede ser la salida para unas personas endeudadas hasta las cejas por algo que hoy ya no vale nada. Mientras ese problema no se resuelva todo serán parches y ruido. ¿Alguien echa de menos las cabinas telefónicas, los videoclubes o las agencias matrimoniales?