El actual conflicto del taxi tiene su origen en la ley Omnibus (27 de diciembre de 2009). Constituía la adaptación a la legislación española de la Directiva Bolkestein, cuyo principal objetivo era la liberalización del sector servicios en la Unión Europea. Supuso la modificación de 47 leyes, entre las que se encontraba la de Ordenación del Transporte Terrestre de 30 de julio de 1987, cuyo reglamento establecía la proporción de 30 a 1 entre taxis y vehículos de transporte con conductor (VTC).
Entre el 27 de diciembre de 2009 y el 28 de septiembre de 2015, en la que el reglamento de la ley modificada en 2013 vuelve a reestablecer la anterior proporción, existió un vacío legal que llevó a numerosos ciudadanos a solicitar nuevas licencias VTC. En la mayoría de los casos, aunque la Comunidad Autónoma les negó la adjudicación, los tribunales se la concedieron.
El resultado es una proporción actual de 7 a 1. Para los taxistas, hay demasiados VTC. Por tanto, sus ingresos anuales peligran y también el precio futuro de sus licencias. En 2017, el importe medio de la transacción en el Área Metropolitana de Barcelona fue 137.269 euros. Indudablemente, constituye un magnífico plan de pensiones, pues en los últimos treinta años su precio ha aumentado bastante más que la inflación acumulada.
En este contexto, considero que el servicio que ofrecen los taxis y los VTC debe volver a regularse y adecuarse a los nuevos tiempos, en los que la tecnología ofrece unas posibilidades que no existían en 1987. Las principales características deberían ser las siguientes:
a) regulación principal de carácter estatal. Las normas primordiales deberían ser iguales en todo el país. El papel de los ayuntamientos prácticamente se limitaría a establecer el precio de las licencias, el importe de la carrera por km y el número de vehículos que tienen derecho a prestar el servicio en la localidad.
b) las licencias no se podrían transmitir entre particulares. El precio de las licencias sería fijo, se situaría en un mínimo de 30.000 euros, aumentaría cada año en un importe equivalente a la inflación y no sería transmisible. No la podrían heredar los hijos o el cónyuge. La jubilación de su poseedor haría que la licencia retornará al ayuntamiento y, a cambio, el licenciatario recibiría el importe inicialmente sufragado más el correspondiente a la inflación acumulada. El consistorio la volvería adjudicar en un sorteo público. Con esta norma, nadie podría hacer negocio con las licencias.
c) restricción de conductores. El conductor del vehículo sería únicamente el propietario de la licencia. De esta manera, se evitaría que sus poseedores obtuvieran un beneficio, al contratar a otra persona, derivado de su tenencia. En otras palabras, en el nuevo modelo, el taxi solo sería para quién lo trabaja.
d) idénticas reglas para ambos tipos de vehículos. Ambos tipos de vehículos tendrían la misma regulación y podrían prestar idénticos servicios. De esta manera, si quisieran, los actuales taxis podrían trabajar cualquier día de la semana y los VTC coger clientes en una parada
e) igual o similar plataforma tecnológica. Cualquier conductor debería estar suscrito a una plataforma tecnológica, homologada por la Administración, que permitiera la contratación del servicio por Internet y el conocimiento de su coste antes de su uso.
e) fijación de una banda de precios. El correspondiente ayuntamiento debería establecer un precio máximo y uno mínimo por km. Cada uno de los conductores que estén en los alrededores del origen del servicio (por ejemplo, a una distancia inferior a los 2 km) podrían ofrecer un precio y el sistema informático lo adjudicaría al más barato.
Indudablemente, el principal problema del modelo indicado en las líneas anteriores es el período de transición y, especialmente, la compensación por la eliminación de licencias y la devaluación de su precio para quienes la sigan manteniendo.
En primer lugar, podría ser difícil defender jurídicamente la obligación de venta de todos aquellos que tienen una licencia y un conductor subcontratado, así como de las empresas que poseen múltiples. Por tanto, si así sucediera, sería necesario una convivencia parcial del modelo antiguo y el nuevo.
En segundo lugar, todos aquellos que, una vez contabilizado el impacto de la inflación acumulada desde su compra, hayan pagado un importe superior a 30.000 euros, se opondrían a la nueva regulación. El motivo es la minoración del capital acumulado en su especial plan de pensiones. Para aceptarla, pedirían una compensación.
En tercer lugar, habría que contabilizar la indemnización de todos los que aceptaran perder su licencia con la finalidad de reducir el exceso de oferta que implicaría la equiparación total de los taxis y los VTC.
Indudablemente, la compensación a pagar para conseguir la paz en el sector sería muy elevada. La manera de obtenerla sería doble: un impuesto que gravaría cada carrera y un nuevo tributo a las empresas que gestionen las plataformas tecnológicas. La indemnización no sería sufragada mediante un único pago, sino mensualmente durante diversos, de forma similar al rescate en forma de rentas de un plan de pensiones. La principal contraprestación de los taxistas debería ser dejar de tributar por módulos y hacerlo según sus ingresos verdaderos. Un aspecto que les llevaría a pagar más impuestos y a cotizar de manera más equitativa.