Los Carulla de Agrolimen son un árbol genealógico de segunda generación, con dos presidentes alternativos, los hermanos Lluís y Artur Carulla, en el papel de industriales va de soi, instalados en el catalanismo romántico del que va a por todas, mientras no le toquen lo suyo; y la hermana de ambos, Mariona, capaz de mostrar su arrojo en la sociedad civil impostada (el Palau de la Música) a fuerza de mantenerse al margen del negocio familiar, donde la testosterona le ha ganado la partida a los estrógenos. Lluís ha heredado la privacidad a toda costa de su padre, el pionero, mientras que Artur ha menudeado tocado los foros de opinión, como miembro de sucesivas juntas en el Cercle d’Economia, hasta desempeñar una vicepresidencia, pero sin llegar nunca al compromiso por aquello del quiero y no debo (no sea que el frente del retail acabe cansándose de la murga soberanista). El stop and go de Artur con el “sol poble” de Mas, Puigdemont y Torra empezó en otoño de 2017, después de que la Ley del Referéndum (votada fora ciutat) en el Parlament terminara con las vacilaciones empresariales. De las medias tintas, los empresarios pasaron a la crítica abierta contra el procés, cuando la Comisión Jurídica del Cercle calificó las leyes de desconexión de golpe de Estado.
Después de años proclamando la independencia ante sus perplejos camaradas de Junta, Artur Carulla se vino abajo en la emblemática reunión de Sitges de 2017, cuando Puigdemont fue recibido con frialdad y no aceptó el turno de preguntas. “Si no es en coche blindado, el señor no irá al Tibidabo a dejarse ver, el próximo domingo”, decía el mayordomo del Doctor Andreu, aquel empresario farmacológico de otro tiempo, que le puso una marcha más a la implantación del modernismo arquitectónico en la alta Barcelona. Artur y su hermano Lluís se llevan bien con la patria, pero mal con la Hacienda del Estado, que también es la hacienda catalana. Han sido cazados y multados por el fisco, emborronado la memoria de su padre, al estilo de Víctor Grífols, muy indepe, pero con su sede corporativa en Dublín, un paraíso donde casi nadie conoce el impuesto de sociedades.
Lluís Carulla i Canals, el pionero de Agrolimen, empezó su andadura en Llívia, el enclave de la Cerdanya, sobre la frontera hispano francesa. Entabló relación con un fabricante de Estrasburgo para conocer los secretos del caldo concentrado de gallina a imagen de aquel Maggi de origen suizo, que salvó de la hambruna a no pocas familias durante la Guerra Civil. Tras años de trabajar sin suerte en un invento similar, en el laboratorio farmacéutico de su familia, en la Espluga del Francolí, Carulla encontró la piedra filosofal: no precisamente los cubitos sino su difusión publicitaria, un movimiento lúcido sobre el tablero del destino que iba a hacerle inmensamente rico. Todo ocurrió en 1937, en una Barcelona bajo las bombas de la Legión Cóndor, y con una novedad industrial anunciada en primera página de La Vanguardia, totalmente dedicada a los cubitos de carne de Gallina Blanca. Al terminar la contienda, el pollo era una ilusión inalcanzable para muchos, pero los concentrados de carne argentina, legumbres y hortalizas entretuvieron los estómagos de miles de personas en los años del pan negro. Carulla se había convertido en el hombre marca en el momento de sacar al mercado su producto estrella, el Avecrem. El primer Carulla fue casi un antecedente del estilo norteamericano de posguerra; dejó un rastro al que solo accedió, décadas más tarde, aquel Manuel Luque de "busque y compare", que saltó de la línea blanca a la alimentación y acabó hundiendo Pastas Gallo.
El 1954, Carulla i Canals entregó un premio de 250.000 pesetas de la época a un concursante que respondió correctamente diez preguntas sobre Puccini. Fue en el concurso Medio Millón, plagado de publicidad de Gallina Blanca, con la empresa a punto de estrenar fábrica nueva en Sant Joan Despí y de crear la sociedad Gallina Blanca SA. El grupo amplió el negocio con los piensos animales y con la entrada en el capital de socios extranjeros que nuca debían superar el 50%. Llegó la expansión geográfica con implantaciones en Monjos (Tarragona), Torrejón (Madrid) y Dos Hermanas (Sevilla). Siguió la diversificación en el sector del cava, pegado al origen de su familia de entronque, originaria de Sant Esteve de Sesrovires. Llegaron la perfumería, los chicles, los caramelos, la higiene y la inversión inmobiliaria, que ahora entretiene a los herederos de la tercera generación en el vicio del palé (compro hospital y cambio solar por hotel céntrico, etc.).
El fundador, Carulla i Canals, puso parte de su fortuna al servicio de la cultura autóctona: creó fundaciones, como la Jaime I o el Museo de la Vida Rural y participó activamente en el Palau de la Música presidido en su tiempo por Fèlix Millet i Maristany, el antiguo presidente del Banco Popular y padre del tristemente célebre Millet, el hombre de gran piñata, autor del vaciado de cuentas del Orfeó Català. En 1964, Carulla padre fundó Agrolimen, la holding familiar que controla uno de los mayores conglomerados del sector de la alimentación.
Su hija Mariona, alejada de la gestión por sus hermanos, Lluís y Artur, paga ahora la penitencia de su matrimonio con Jaume Tomàs Sabaté, el ex consejero delegado de Agrolimen y hombre de máxima confianza del viejo Carulla, en los últimos años de su vida. Lluís y Artur entendieron entonces que su padre había depositado el futuro de la empresa en manos de su cuñado, un sobrevenido. Y la batalla de los dos hermanos contra Tomàs solo acabó con la muerte de este último por enfermedad. Fue entonces cuando Mariona Carulla, viuda de Tomàs, decidió consagrar su capacidad profesional, como economista, al ejemplo de institución civil sin ánimo de lucro que había sido el Plau de la Música desde se fundación. Pero llegó tarde; Millet, Montull, su mano derecha, y la hija de este segundo, Gemma Montull, estaban en plena fiebre de movimientos de fondos del patronato musical; manejaban importantes cantidades en negro percibidas por algunos concertistas, en un circuito con parada final en los depósitos de los gestores o en el bolsillo de los constructores que levantaron el imperio privado del hijo de Millet i Maristany. Al desvelarse el pastel, el segundo Fèlix Millet cayó ante la justicia, mucho después de ser conocido en la Barcelona de la glorieta y el té o en las cubiertas de los elegantes vapores que fondeaban Santa Fe, el antiguo puerto fluvial de la Guinea española, donde la familia regentó uno de los grandes ingenios coloniales.
Mariona arregló el desaguisado de Millet en el Palau, gracias al consorcio público que tenía la propiedad de la piedra y los activos. Revolcó la estructura ejecutiva de un mangoneo que traspasaba fondos a la Fundación Trias Fargas (hoy Catdem) para ser blanqueados después en las arcas de Convergència Democràtica. El partido de Jordi Pujol, experto en el manejo de flujos opacos, vivió así su última primavera, antes de convertirse en el PDeCAT para esquivar la catarata del 3%. El nacionalismo arruinó éticamente el espíritu de los pioneros; dejó escrita su penúltima página de corrupción, envuelta en la bandera estelada, que hoy señorea nuestras calles y balcones, ajena al pillaje de sus promotores.
Los Carulla, al margen del enorme mérito empresarial del difunto Carulla i Canals, están en el origen y el final de este capítulo de tangentes entre el dinero y la política. Fundaron, cerraron los ojos, participaron y finalmente fueron requeridos por un mundo, el de las clase medias acomodadas, que sufrió un ataque de vergüenza ajena ante el estropicio del Palau, fundado en 1891 por Lluís Millet (el abuelo del delincuente) y Amadeu Vives y sufragado por ilustrados y por la cuestación popular de inumerables amantes de la música. Los Carulla participaron en la piñata final y, si no tocaron la caja, si que mostraron la displicencia de la endogamia ante el esfuerzo cultural de un pueblo tocado por la melomanía, el esfuerzo y el ahorro.