El pasado 20N, aniversario del fallecimiento de Francisco Franco, pasó sin pena ni gloria, como viene sucediendo desde hace décadas. Algo sorprendente en unas circunstancias políticas en que el recuerdo del dictador está más presente que nunca. Una especie de enorme --y afortunada-- disonancia entre la ciudadanía y sus representantes políticos.
La mediocridad con que actúan unos y otros es extraordinaria e injustificable, pero el conflicto acerca de los restos del dictador no debía haber llegado a nuestros días. Y la responsabilidad no podemos ubicarla en quienes lideraron la Transición, mejor no podían hacerlo, sino en quienes les sucedieron en el Gobierno de España, especialmente José María Aznar. A éste, le correspondía curar viejas heridas, tal como bien hizo su predecesor, Felipe González.
La llegada del líder socialista al poder, en 1982, vino acompañada de un gran recelo por parte de sectores conservadores. Pero González demostró una inteligencia y finura extraordinaria, entendiendo cual debía ser su papel en la historia de España. Con todo el aval que le otorgaba su intachable trayectoria izquierdista desarrolló políticas que, aún siendo más propias de una posición de derechas, convenían al interés general de España. Entre otras, nos incorporamos a la OTAN, abordamos la reconversión industrial, liberalizamos la economía y se trabaron las alianzas que convenían con líderes muy de derechas como Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Ello, sin renunciar a una sensibilidad de izquierdas que se vio reflejada, por ejemplo, en la reducción de la desigualdad y en la universalización de servicios públicos básicos.
De la misma manera, a José María Aznar le hubiera correspondido --con todo el aval de su indiscutible conservadurismo-- asumir iniciativas que, más genuinas de posiciones izquierdistas, hubieran contribuido al reencuentro histórico de los españoles. Así, por ejemplo, la exhumación de los restos de Franco, una ley de memoria histórica rigurosa y académica, o la devolución, con todos los honores, de los papeles de Salamanca. Sencillamente, gestos. Pero ¿alguien puede dudar de la importancia de los gestos? Y ningún momento mejor que a finales del pasado siglo, cuando la incorporación al euro venía a ser la confirmación de nuestra definitiva modernización. Aznar no entendió, o no quiso entender, que esos gestos le correspondían.
En cualquier caso, mientras el recuerdo de Franco queda muy lejano para los ciudadanos, el Caudillo ha vuelto para alegría de todas las corrientes políticas. Para satisfacción de muchos líderes independentistas, que ven franquista (o facha, que viene a ser lo mismo) a quien no piensa como ellos. Un franquismo que, aseveran, anida en lo más profundo de muchos españoles, ahora y siempre. A diferencia, claro está, de la pureza democrática del independentista. Más argumentos para rehacer la historia a su antojo. Como oportunidad para la izquierda española, que ve la posibilidad de sacar la careta a la derecha, y descubrir su verdadera personalidad.
Para demostrarlo, actúan con un nivel de chapucería similar al de Pepe Gotera y Otilio. Y un inesperado argumento para la derecha, que ve en las propuestas socialistas una muestra más de su ansia de venganza y de la entrega de la patria a los separatistas. Mientras, siguen convencidos de que el mero paso del tiempo lo cura todo. Quizás algún día aprendan que no esa así. Con esta suma de personajes no se cierra el pasado y, aún menos, se dibuja el futuro. Que también importa.
Hace 43 años, Arias Navarro pronunció su "españoles, Franco ha muerto". Un anuncio que fue recibido con una mezcla de dolor, alegría y miedo. Hoy, nuestros líderes nos vienen a señalar que Franco ha vuelto. Un anuncio recibido con indiferencia y hastío. Lo propio de una sociedad singularmente madura, sensata y respetuosa.