El fondo estadounidense Carlyle anunció esta semana la compra de las bodegas catalanas Gleva, cuya cartera alberga las marcas Parxet, Mont-Ferrant y Tionio, entre otras.
Carlyle es dueño del 68% de Codorníu desde el pasado verano. El trasiego coincidió con la venta de la mayoría de Freixenet a la alemana Henkell. Así, en dos rápidas operaciones, más de la mitad de un sector tan genuinamente catalán como el cava ha caído en manos foráneas.
Carlyle compró el grueso de los paquetes accionariales de Codorníu pertenecientes a la prolífica familia Raventós. Pero no todos sus miembros vendieron. Unos 150 siguen como minoritarios con un 32%.
El fondo se propone ahora fusionar Codorníu y Gleva. Al frente del grupo, en calidad de director general, los norteamericanos han situado a Ramón Raventós Basagoiti, que venía desempeñando el mismo cargo en Gleva.
Es de subrayar que Codorníu figura entre las empresas más antiguas de Europa, con casi cinco siglos de existencia. Siempre se mantuvo en manos de la misma estirpe. Pero el capital se fue fragmentando, generación tras generación, hasta quedar en manos de dos centenares de titulares.
Pese a algunas fricciones en el cuerpo de socios, la saga Raventós se mostró unida. Hasta que una mala racha de los resultados obligó a cortar en seco el reparto de dividendos. La casa lleva más de diez años sin retribuir a sus accionistas. Ya se sabe que cuando no hay harina, todo es mohína. De ahí que surgieran airadas voces discrepantes.
Tras no pocos titubeos y discusiones, llegó la oferta de Carlyle, que puso 300 millones sobre la mesa. La mayoría de la saga sucumbió a la irresistible tentación de enajenar sus participaciones.
La presencia del fondo yanqui tiene fecha de caducidad. Es el sino de estas instituciones. Por su propia naturaleza, tales fondos permanecen en sus diversos negocios un plazo prudencial, el estrictamente necesario para engordar sus respectivos balances. Acto seguido, propinan el pase a terceros, con la consiguiente plusvalía.
Carlyle pugnará a brazo partido por cebar el conglomerado, mediante la incorporación de otras entidades del ramo. Dentro de un periodo que se puede prolongar cinco, seis o siete años, cuando Codorníu esté más lucida, los capitostes del fondo la envolverán en un lacito rosáceo. Y soltarán el petardazo, mediante su traspaso al mejor postor que aparezca en el mercado.
Este es el motivo que ha empujado a parte de los Raventós a continuar como socios. Abrigan la esperanza de obtener, con el paso del tiempo, unas ganancias superiores a las que les brindaba la claudicación ante Carlyle.
El origen de la actual bodega arranca formalmente en 1885, cuando Manuel Raventós Doménech constituye Codorníu, S.A. para gestionar las explotaciones heredadas de sus ancestros. A este viticultor se le considera el “descubridor” del cava.
Desde entonces han transcurrido 133 años. En tan dilatado espacio, la compañía sólo ha registrado ocho presidentes. Raventós Doménech, el más longevo de todos, se perpetuó en el cargo hasta 1928. Le pasó el testigo a su esposa Monserrat Fatjó Tintorer, que se mantuvo en el puesto hasta 1956.
De 1956 a 1967 ejerció Manuel Raventós Fatjó. De 1967 a 1986, Manuel Pagés Raventós. De 1990 a 1992, Ramón Raventós Espona. De 1992 a 1998, Manuel Raventós Artés. Y por fin, de 1998 hasta ahora, Mar Raventós Chalbaud. Curiosamente, los presidentes más duraderos han sido los dos primeros y la última. A ésta le ha relevado, por primera vez en casi 500 años, un ajeno a la saga, Alex Wagenberg, preboste de Carlyle.
El fondo americano ha realizado varias transacciones de bulto en el solar hispano durante los últimos años. En 2016 vendió la operadora Telecable por 640 millones, casi el doble de lo que desembolsó para su compra. Ese mismo año tomó también el control del fabricante de chorizo Palacio, de La Rioja, y de la productora gallega de pizarra Cupa.
En ese intervalo, se desprendió con una jugosa ganancia de Applus, certificadora de ITV, en la que había entrado en 2007.
Pero no todo son éxitos en la trayectoria del fondo. Por ejemplo, sufrió un quebranto devastador con el grupo turístico Orizonia, pues éste naufragó y se declaró en quiebra con 2.000 millones de pasivo, despidió a 5.000 trabajadores y entró en liquidación. Carlyle no solo perdió los 800 millones invertidos, sino que fue condenado en el concurso de acreedores a abonar una indemnización de 10 millones.
Como se ve, los fondos de capital riesgo no son infalibles. En ocasiones sus inversiones resultan desastrosas. Queda por ver si los miembros de la dinastía Raventós que retienen en su poder una parte de las acciones de Codorníu logran, en un próximo futuro, las ansiadas plusvalías a que aspiran. O por el contrario, como en el fiasco de Orizonia, esos supérstites terminan perdiendo hasta la camisa.