El Tribunal Supremo se hizo un lío en el fondo y la forma con el impuesto de los actos jurídicos documentales de las hipotecas, brindando al presidente del gobierno, Pedro Sánchez, una oportunidad de oro para cargar a las entidades bancarias el pago de dicho impuesto vía decreto ley. Ha estado rápido, Sánchez, interpretando el escándalo causado por los jueces al enmendarse a si mismos para favorecer a los bancos frente a los consumidores. El ejecutivo y el legislativo pueden aprovechar la crisis manifiesta del poder judicial para enmendarle la plana en público y afrontar la renovación del Consejo del Poder Judicial con algo más de margen, tal vez incluso con mayor profundidad de la aplicada hasta ahora.
Los magistrados le hacen un regalo al gobierno socialista y este lo aprovecha, pero esto no queda aquí; la crisis de un Supremo dividido, errático y politizado supone una grave amenaza para la confianza de los ciudadanos en una de las instituciones esenciales del estado de derecho, en unas circunstancias en las que el conjunto del Estado no pasa por sus mejores momentos. Reaccionado al día siguiente, Sánchez se hace un favor, pero también se lo hace al Supremo, dando por finalizado el espectáculo del harakiri y abriendo la fase de substitución de Carlos Lesmes como presidente.
El decreto ley anunciado servirá además para poner a prueba la consistencia de las palabras pronunciadas por el presidente Quim Torra, anunciando la retirada de cualquier apoyo del independentismo al gobierno Sánchez. Cualquier apoyo es mucho decir, casi una temeridad. En cuanto el decreto llegue al Congreso para su convalidación, los grupos parlamentarios de PDeCAT y ERC deberán certificar el mandato de Torra, negando su apoyo a una medida inequívocamente social, o confirmar el carácter de outsider del presidente de la Generalitat en cuanto se sale de su papel de rapsoda de las horas graves por la que pasa el país.
La pregunta es inevitable. ¿Cómo afectará este episodio de desprestigio del Supremo al juicio de los dirigentes independentistas? En teoría no debería influir de ninguna manera, son magistrados diferentes, pertenecientes a otra sala, la penal, y más allá de las sospechas de parcialidad y animadversión que puedan divulgar algunos políticos, entre ellos el presidente de la Generalitat, no se puede presuponer al tribunal ninguna voluntad de dejarse influir por estados de ánimo ajenos, ni atribuirle la ingenuidad de pensar que esta trascendental vista oral puede solucionar de golpe todas las dificultades por las que transita el Supremo. Incluso podría ser al revés y agravar la crisis de confianza por la que transita el máximo órgano jurisdiccional de la justicia española.
Es fácil aventurar que la sentencia del procés no va a obtener el elogio unánime, sea cual sea, y que el futuro de la misma pasa por el Tribunal de Estrasburgo, donde la justicia española acaba de obtener un suspenso en imparcialidad por la condena de Arnaldo Otegi. Presumir que un tribunal pueda buscar con su veredicto el incienso popular debería ser pecado, sin embargo, después de las críticas obtenidas con la manada y las hipotecas, señalándolos por tener una visión social anacrónica y una debilidad por los poderosos, la tentación del aplauso y los parabienes de la opinión pública, o de una determinada opinión pública, podría oscurecer el ambiente solemne de la sala de justicia.