Arnaldo Otegi no es ningún pacifista y no merece el espaldarazo de Estrasburgo. Podrá presumir de estrategia (la de un tradicionalista) pero no de derechos humanos; vivió en el magma social del terrorismo etarra y lo justificó hasta el último momento, incluso cuando una magistrada partitocrática de la Audiencia Nacional lo sentenció a 6 años de cárcel. La Corte de Derechos Humanos de Estrasburgo falla ahora la nulidad de aquella sentencia lamentable de la magistrada de la Audiencia Nacional Ángela Murillo, autora de comentarios despectivos contra el reo, que no debió repetir el juicio. Digamos también que Otegi nunca mostró arrepentimiento porque, para él, las víctimas de ETA eran el precio de una guerra necesaria, como la revolución de Octubre, narrada por John Reed en Diez días que estremecieron al mundo (última versión en Básica de Bolsillo).
En Euskadi no hubo toma de la Bastilla, lo que nos ahorró una visión heroica de Otegi. Tampoco la hubo en Cataluña durante el otoño del año pasado, una etapa en la que la indagación de Lluís Bassets (autor de La rebelión interminable, Catarata) concluye no haber encontrado ningún Trotski --el estratega del asalto al Palacio de Invierno del Zar-- a la hora del golpe final catalán, desarmado y falsamente legitimado en leyes paralelas. Los diez días de Rusia entre Kerenski y Lenin fueron aquí el santiamén de Anna Gabriel, entre Artur Mas y Carles Puigdemont (todo se pega menos la hermosura).
Todos los grandes revolcones sociales han tenido su protagonista y sus días. Así fue en la Francia del Napoleón revivido, entre su regreso de Córcega y el destierro en Santa Elena, tal como narra con maestría Dominique de Villepin en Los cien días; el final de la era napoleónica, Inedita Editores; en el México insurgente, entre Cárdenas y Pancho Villa, como escribió Paz Solórzano, el padre de Octavio Paz y lugarteniente de Emiliano Zapata; en la Cuba de Fidel, entre el desembarco del Granma y la toma del palacio de Batista (1959), a cargo de Camilo Cienfuegos; en la Nicaragua sandinista de 1979, entre la montaña y la toma del búnker de Somoza por parte del comandante cero y también si se quiere en el desalojo del Sha de Persia (en el mismo año 79) por parte de los muyahidines hasta la llagada a Irán del Ayatolá Jomeini. Y en otros muchos países.
La experiencia nos muestra que las tomas del poder son rápidas. Sin embargo, las guerras civiles no confesadas tardan años en dar frutos, como le ocurrió a ETA, que todavía hoy actualiza su macabro balance de muertes. El último Zutabe, el documento interno de la banda, difundido un mes antes de anunciar su disolución y que fue publicado ayer en el diario Gara, fija en 758 el número de personas asesinadas, “decenas menos que los listados del Ministerio del Interior”. No en el número, pero si en la responsabilidad. En eso debería pensar Otegi, y también en ir, casa por casa, a pedir perdón a los familiares de los masacrados bajo la mirada fría de Batasuna, base civil de los comandos armados, que salían a matar inocentes, bien comulgados y confesados, al amparo del entonces santuario francés.
No tengo ninguna duda de que Otegi es bien recibido en el Pati dels Tarongers, donde se piensa solo en cómo desmontar la democracia española para sumirnos en el caos de la república catalano-corporativa. Un retorno al aislacionismo, la tentación de Jaume Balmes --el filósofo al que el retardatario y antisemita Pío XII calificó como “Príncipe de la Apologética”-- y de Félix Sardà Salvany, aquel arcipreste tradicionalista, pastor de la corriente neocatólica y autor de El liberalismo es pecado, un libelo aparecido al final del Sexenio Revolucionario español, tras la renuncia a la corona de Amadeo de Saboya y el declive la Gloriosa, por el asesinato del general Juan Prim en la Calle de Turco. El catalanismo indepe escala posiciones en los momentos de mayor atasco cultural y político. Por lo visto, debajo de la armadura de Savalls y de la sotana de Verdaguer, todavía se mantiene el fuego primigenio de la patria. La Cataluña metafísica germina en la dificultad. Un concepto heredado sin disimulo en los discursos no pasarán de Quim Torra, el presidente soso, de sacristía y misa cantada acompañada de órgano y escolanía; un conservador nato, del gusto de Arnaldo Otegi, por mucho que reciba con carantoñas a Pablo Iglesias, en la zaguán de piedra y molde, bajo los arcos neogóticos del primer piso del Palau. El gran historiador John H. Elliott explora la locura indepe en su libro Catalanes y escoceses (Rosa dels Vents/Taurus); lo analiza todo a la luz de las analogías, y concluye rotundo: “Lo del procés es infantilismo puro”.
La actualidad de Otegi en Estrasburgo nos devuelve al clima de 2010, cuando la magistrada Murillo decidió abstenerse de juzgar al exdirigente de ETA Francisco Javier García Gaztelu, Txapote, y a otros tres etarras después de haberles llamado "cabrones" el primer día de juicio. A la señora la entiendo, a la jueza la recuso. Pero a quien debo señalar es a Otegi, incapaz de sentir y aficionado a desmentir. La Euskadi de sus mejores momentos era una hermosa desolación, un valle (tots els colors del verd...) con los mausoleos al fondo. Aquí, por favor, no les de ideas a los indepes. Solo decirle que, frente a los morbosos conflictos identitarios, Michael de Montaigne sale a nuestro encuentro para recordarnos que si “cometí una locura, fue a mis expensas y sin daño para nadie”. Era el sabio que en pleno Renacimiento hizo grabar en su medalla el lema Que sais-je?