Catalunya en Comú apostó por la crisis interna casi al mismo tiempo de nacer. La aspiración de construir un partido sin enterrar a los grupos fundacionales parece incompatible con la coherencia imprescindible en la que sustentar un mensaje claro y una acción política e institucional comprensible, como mínimo para el propio electorado. Este defecto de fábrica, sumado a la obsesión por no parecerse a un partido convencional, explica en parte las dificultades para asumir la lucha por el poder interno y la consiguiente relación entre ganadores y perdedores en el pulso para dirigir el partido.
Tal vez, en algún momento inicial, llevados por el entusiasmo de la innovación, llegaron a pensar que una plataforma de la nueva política resultaría inmune a las tensiones por el mando, el privilegio de los escaños, las prioridades institucionales o las contradicciones entre la práctica política y la ideología. Al cóctel clásico de toda formación, en este caso hay que añadirle la defensa de una posición equidistante en una coyuntura dominada por el enfrentamiento de bloques. El equilibrio ante la batalla sin cuartel declarada entre independentistas y constitucionalistas se ha demostrado más fácil de mantener desde las tribunas de opinión y en los libros que en el día a día del Parlament o en los plenos municipales.
La dificultad esencial para un partido que se declara soberanista pero no independentista es que los partidos independentistas han conseguido vampirizar el concepto soberanista, asimilándolo al independentismo puro y duro. Es indiscutible que el soberanismo puede ser federal, confederal, incluso autonómico si apuramos la teoría de que lo fundamental es que el conjunto de catalanes vayamos a decidir lo que queremos ser, incluso tener un estado independiente, llegado el caso de saber cómo hacerlo sin violentar la legalidad democrática. En el momento que soberanista e independentista es lo mismo para el común de la sociedad (aquí está el principal éxito del movimiento independentista), la equidistancia de los comunes está tocada de muerte.
Y no porque la equidistancia no sea una posición legítima, incluso recomendable para paliar el gusto por la división de los dos bandos mayoritarios, sino porque es muy difícil de practicar una política de tercera vía sin la existencia de una disciplina y una cohesión interna excepcional, en una circunstancia política en la que todo se hace pasar por el sí o el no. El desgaste al que han sido sometidos por unos y otros en la rutina parlamentaria de aprobar declaraciones y resoluciones gratuitas ha sido enorme para un partido tan complejo ideológicamente y tan endeble organizativamente.
A este obstáculo objetivo, solo hace falta combinarlo con el miedo al qué dirán en Twitter los agitadores de cada familia a cada minuto, para entender el lío en el que están los comunes. Para salir de este lío sí que han optado por la vía clásica. La creación de más plataformas con sus inevitables manifiestos para asegurarse unas cuotas de poder en la próxima redistribución del mismo. Los críticos de Catalunya en Comú ya deben saber que juegan en campo contrario, en el terreno donde mejor se mueve IC, heredera del PSUC. Llegará un momento, en el que los militantes y adheridos de CeC que sean independentistas deberán aceptar que su partido no lo es de independentista y a menos que la organización modifique su definición, no tendrán otro remedio que buscarse la política en partidos que sí lo sean. Para más detalles, solo hay que repasar la experiencia del PSC.