Ayer en el Parlament se constató que la fractura entre JxCat y ERC es enorme y seguramente insalvable. La situación política se ha vuelto muy incierta y es dudoso que el Govern de Quim Torra pueda mantenerse a flote hasta la sentencia en el juicio contra los líderes del procés, aproximadamente en julio próximo. Aunque la semana pasada el president y el vicepresidente Pere Aragonès, hombre fuerte de ERC,  se conjuraron para evitar ir a elecciones a partir del 27 de octubre, la quiebra de la unidad entre los dos socios del Govern lo hace cada día más difícil. Si este viernes JxCat no rectifica en su estrategia en relación a los diputados suspendidos por el juez Pablo Llarena, con cuatro votos menos ahora en la Cámara catalana, al Govern le será imposible aprobar los presupuestos para 2019.

Es muy dudoso que los ocho diputados de Catalunya en Comú salgan al rescate de un ejecutivo comatoso en vísperas de las municipales y europeas de mayo. Ayer se hizo evidente que no serán su salvavidas. El empate a 65 diputados, concede a los partidos de la oposición (Cs, PSC, CeC y PP) la ventaja de tumbar aquellas resoluciones que para los grupos independentistas son esenciales en su discurso. Lo más llamativo fue el rechazo al derecho a la autodeterminación, a reprobar al Rey por el discurso del pasado 3 de octubre, o a reiterar que en Cataluña se está viviendo una situación excepcional de "persecución política, con presos y exiliados".

Desde el pasado 1 de octubre se ha producido un auténtico hundimiento del frente independentista. La celebración del primer aniversario del pseudorreferéndum no sirvió para fortalecer la unidad del movimiento, sino que se convirtió en un bumerán contra Quim Torra y el consejero de Interior, Miquel Buch. Al día siguiente, el ultimátum lanzado de forma improvisada por el president a Pedro Sánchez, en el que exigía acordar un referéndum de autodeterminación en el plazo de un mes o los partidos independentistas le retirarían su apoyo en Madrid, se saldó con un ridículo espantoso: el Gobierno español reaccionó con firmeza y tampoco ERC ni los diputados del PDeCAT en el Congreso quisieron saber nada de ese chantaje. El jueves, la sesión del Parlament acabó suspendiéndose para intentar salvar in extremis las diferencias entre los legitimistas de Carles Puigdemont y los republicanos. Ayer se consumó el divorcio entre ambos grupos por una cuestión inicialmente muy técnica, incomprensible para la mayoría del público, incluso el independentista. Pero JxCat decidió enfocarlo desde el esencialismo cuando existía una alternativa para sus propios intereses más esperable.

Desde un punto de vista lógico cuesta entender la actitud numantina de JxCat. Con la delegación de funciones que proponía ERC, tras haber votado antes una resolución de rechazo político a la suspensión de los diputados encausados, la mayoría independentista se mantendría. Pero hace tiempo que debemos renunciar a creer que la racionalidad opera en el movimiento separatista o, como mínimo, en una parte importante del mismo. Lo vimos el pasado otoño, cuando después del éxito del 1-O no convocaron inmediatamente elecciones en medio de un clima que les hubiera sido mucho más favorable. Puigdemont y su Govern se empeñaron en una mediación internacional inexistente y acabaron haciendo el ridículo con dos falsetes de DUI para gran decepción de los suyos. Pese a todo, el clima emocional de los presos les salvó la papeleta el 21D. Desde entonces, las grietas en el movimiento independentista se hacen cada día más profundas por su incapacidad de adoptar una nueva estrategia que salve la contradicción flagrante entre la retórica inflamada y la realidad. Poco a poco, se descomponen y se acercan ellos solos al hundimiento. No es una mala noticia.