A los 75 años, presentarte a alcalde de tu ciudad no es lo mismo que postularse para el papado o, si eres Mick Jagger, iniciar una gira internacional, perspectivas muy razonables para la edad provecta. Tiene una parte admirable, pues yo, que tengo 13 años menos que Ernest Maragall, alias el Tete, sufriría mucho como alcalde de Barcelona, cuyos habitantes, lo reconozco, cada día me deprimen más. Aunque también es verdad que mi misantropía general empieza a adquirir un nivel preocupante y cada vez estoy más convencido de que las comunidades tienen los gobernantes que se merecen. A los 75 años te has ganado el derecho a no votar --si hay una edad mínima para hacerlo, también debería haber una edad máxima-- y a que todo te la pele, pero el Tete sabe que éste es su momento, que su hora ha llegado --aunque sea un pelín tarde-- y que la alcaldía de Barcelona le permitiría poner un digno final a una carrera política que no es precisamente como para tirar cohetes.

No negaré que conozca al dedillo la gestión municipal: no en vano entró a trabajar en el ayuntamiento en 1970, en las postrimerías del franquismo. Si usted quiere a un burócrata como alcalde, el Tete es su candidato. Pero tenga presente que solo es un gris funcionario que hizo carrera --más o menos-- a la ominosa sombra de su hermano Pasqual y que solo alcanzó cierta relevancia cuando traicionó a su partido de toda la vida, se hizo independentista de la noche a la mañana y decidió sumarse al prusés, esa agencia de colocación para mediocres, como demuestra el hecho de que alguien como Quim Torra sea ahora el presidente interino de la Generalitat, cuando ya le venía grande hasta el cargo de custodio de los sagrados pedruscos del Born.

El Tete accedió a una vida nueva --más rutilante y menos funcionarial-- tras su epifanía independentista. No había apuntado maneras en esa dirección durante todos sus años en el Ayuntamiento de Barcelona, aunque empezó a hacer méritos cuando se puso a pasear a su hermano enfermo por sitios poco recomendables para un hombre en su situación. Como eurodiputado, se sumó a Tremosa y Terricabras para chinchar a España. Creó una corriente política que le sirvió para que le hicieran un sitio en ERC (a ver si aprende Albano Dante Fachín y deja de comerse los mocos a la espera de ofertas que no llegan). Y ahora, como se apellida Maragall y todos los candidatos a la alcaldía de Barcelona reivindican a Pasqual ídem, ERC lo elige como su gran propuesta para las elecciones de mayo (pasándose por el forro la meritocracia, el principal afectado por la decisión, Alfred Bosch, dice que el apellido Maragall es de mucho peso en Barcelona, como si el bíblico Abel nunca hubiese tenido un hermano llamado Caín). Pilar Rahola, por su parte, propone una lista conjunta de indepes con el Tete a la cabeza. Y el Tete, encantado, claro, pues nunca le habían hecho tanto caso en su vida.

No sé si su conversión al independentismo es sincera o si solo obedece a las ganas de medrar. Puede que le haya pasado esa cosa tan catalana que consiste en ser de izquierdas y cosmopolita hasta una cierta edad, en la que se manifiesta el pequeño burgués nacionalista interior --versión siniestra del famoso inner child-- que siempre ha estado pugnando por salir: les ha pasado anteriormente a gente como Oriol Bohigas, Xavier Rubert de Ventós o Ferran Mascarell, pues es un fenómeno muy nuestro y muy típico del clasismo, levemente racista, que impera en Barcelona desde siempre. A fin de cuentas, el Tete forma parte de esas 400 familias que, según el patricio Millet, cortan el bacalao en la ciudad. Voluntad para poner la ciudad al servicio del nacionalismo no le falta: es de bien nacido ser agradecido, y haber sido de izquierdas y militar en el PSC durante años no le arrojó un saldo profesional muy rutilante, mientras que desde que es un patriota de piedra picada, le ríen todas las gracias y hasta lo presentan a alcalde. No tiene el carisma, ni la inteligencia, ni la simpatía de su hermano --estupendo alcalde y desastroso presidente de la Generalitat, aunque ya llegó al cargo enfermo, todo hay que reconocerlo--, pero comparte con él un apellido. Y parece que con eso ya va que chuta en nuestra querida ciudad.