PDeCAT y PSOE querían aprobar una moción pidiendo a los gobiernos diálogo sin imposiciones y dentro del ordenamiento jurídico vigente. Unas condiciones elementales para emprender un diálogo institucional, porque pensar que un gobierno puede negociar a partir de la ilegalidad ya se ve que es un absurdo. Pero llevamos conviviendo con el absurdo tanto tiempo que nos sorprendería que al final pudiera imponerse la lógica, aunque solo se trate de una moción parlamentaria. Y así ha sido, ERC se negó a votarla, alegando que no puede haber límites a la negociación.

Tal vez, la oposición de ERC haya sido la mejor solución porque se intuía desde el primer momento que el sentido de la moción nos iba a hacer perder el tiempo en múltiples juegos malabares para intentar convencernos de lo que comprendía la acotación “dentro del ordenamiento jurídico vigente”. El diputado Eduard Pujol se había avanzado a los críticos apuntando su hipótesis de que la Constitución puede acoger un referéndum independentista, a pesar de que el texto constitucional solo admite literalmente dos referéndums vinculantes: el de la reforma constitucional y el de la aprobación de Estatuto. Y podemos imaginarnos lo que iban a decir Casado y Rivera de un diálogo sin imposiciones entre el Gobierno del Estado y la Generalitat.

Nos ahorramos el festival de barbaridades pero constatamos que la guerra entre PDeCAT y ERC no tiene cuartel y que los republicanos, que habitualmente interpretan el papel de los pragmáticos de la causa, están dispuestos a modificar el guion en cuanto la competencia les pisa el terreno. La cuestión es no ceder protagonismo a sus socios de gobierno y adversarios electorales, todo lo demás es simplemente instrumental.

Algo debería moverse en las relaciones del Gobierno socialista y el Gobierno independentista de Cataluña si se quiere afianzar sinceramente el diálogo y ese algo debería ir en dirección contraria a la desobediencia y la unilateralidad que hace un año dominaban el independentismo mágico del procés del que ahora hasta Rufián abjura; y a la vez, ese algo debe alejarse también del inmovilismo y la judicialización promovida por el PP. 

Pero no precipitemos acontecimientos. Difícilmente Pedro Sánchez va a tener tiempo de avanzar demasiado en este diálogo tembloroso. En ambos frentes, hay muchos interesados en que fracase. Su inestable mayoría parlamentaria no le permitirá llegar más allá de crear unas condiciones previas para atacar el fondo del conflicto político para cuando haya ganado unas elecciones, en el caso de ganarlas y de hacerlo con una mayoría sólida, y unos aliados totalmente comprometidos en un proyecto de convivencia plural. Viniendo de donde viene el PSOE, esto ya es un suponer optimista.

Para poder aspirar a dicho éxito electoral, el diálogo no puede romperse, a pesar de las provocaciones verbales del independentismo, pero tampoco concretarse en ningún aspecto que vaya a levantar la cólera de la cierta España que solo cree en la expiación como método de dialogar con el soberanismo. De haberse aceptado de la legalidad vigente por parte de PDeCAT y ERC, ¿cuál habría sido el gesto de Pedro Sánchez? Se sabe lo que viene exigiendo el independentismo, la libertad de los presos del procés, una reivindicación que a estas alturas es prácticamente el único nexo de la dirección política del independentismo con la calle dominada por ANC y los cedeerres, unos actores que no creen en diálogos ni en estados de derecho, como quedó en evidencia en la manifestación de su Diada.  

Por ahí, la gesticulación es comprometida y poco probable. La libertad de los procesados está en manos de los jueces; tal vez, la Fiscalía podría solicitar la libertad provisional a la espera de la vista oral, sin ninguna garantía de que le vayan a hacer caso, como ya ocurrió con el exconseller de Interior, Joaquim Forn; el ministerio fiscal incluso podría rebajar la calificación del delito de rebelión en su escrito de acusación provisional (por las filtraciones de los últimos días no parece), pero la última palabra la tendrán los magistrados del tribunal.  Las decisiones políticas deberán esperar a conocer las sentencias.

¿Podrán mantener las dos partes la idea del diálogo viva hasta después del juicio? Según las últimas previsiones, la sentencia no se publicará hasta después de las elecciones municipales. Nueve meses son pocos comparados con los seis años del procés, pero demasiados para que no se produzca ningún avance visible que no sea estrictamente de carácter autonómico.  Por parte del Gobierno de Sánchez no se intuye ningún inconveniente, más bien parece su auténtico plan: ganar tiempo sin empeorar las cosas.

Sin embargo, después de haber escuchado a la presidenta de la ANC criticar a sus políticos por haber echado a perder el 1-O y advertirles del error de regresar al pasado (un nuevo estatuto), después de comprobar la escasa solidez del discurso pragmático de ERC y la dura competencia con el PDeCat por aparecer como los líderes del soberanismo, ¿puede esperarse de Quim Torra la fuerza política para evitar una nueva huida hacia territorio desconocido y peligroso? Hay que tener mucha fe para creerlo posible.