Fue a comienzos de los noventa cuando se produjo la expulsión de una familia conflictiva, casualmente gitana, en un pequeño pueblo del Sur. Los Quinquis, así era su apodo, habían robado y agredido a muchos vecinos. Hartos éstos de la aparente pasividad de la Guardia Civil, contagiada quizás de la lentitud de la justicia y a su vez ésta condicionada por una legislación condescendiente con los agresores, protagonizaron varias acciones que culminaron en una manifestación, gitanos incluidos, que fue contraportada de El País. Mi sorpresa aquel día vino de las palabras con las que el locutor Ramón Trecet comenzó su extraordinario programa de Radio3: "Son unos racistas". Con esta incorrecta e ignorante sentencia, el mito Trecet se me vino abajo, no sé qué habrá sido de él.
Ahora le ha sucedido algo similar a numerosos votantes podemitas de La Llagosta tras escuchar a Monedero pontificar en una tertulia matinal de Tele5. Ni corto ni perezoso, sobrado de arrogancia e ignorancia, el ideólogo de Podemos no tuvo empacho en afirmar que la multitudinaria protesta contra una conflictiva familia era consecuencia del fracaso de La Llagosta, de toda ella, comenzado por la Iglesia Católica (sic). Sabido es que esta familia, casualmente gitana, lleva tres años en el pueblo y desde entonces las agresiones, asaltos, robos e intimidaciones chulescas de sus miembros hacia los vecinos han aumentado hasta superar el límite de lo soportable. Todavía saldrá algún tertuliano mentecato a decir que fue un ataque racista.
Sorprende que Monedero realice un comentario tan simplón de una realidad tan sencilla. Es posible que su sesuda conclusión sea el resultado de aplicar su manida receta, llamada impropiamente “progre”, al análisis de cualquier conflicto. No funciona. Quizás le debería preguntar a su colega Iglesias, quien en una charla comentó que en una ocasión le intentaron agredir unos chavales: “eran lumpen”, aseguró. Fue Marx el que teorizó que los obreros tenían varios adversarios a tener en cuenta: los capitalistas explotadores y el lumpen, ese grupo de marginales --no necesariamente marginados-- que desde abajo pueden dinamitar la conciencia de clase y sus reivindicaciones.
Pero lo más lamentable en la afirmación de Monedero es su absoluto desconocimiento de “Llagosta”, como él la ha llamado. Si hubiera leído Paseos con mi madre de Javier Pérez Andújar, habría sabido que durante un tiempo fue considerada “territorio comanche”. Desde mediados de la década de los sesenta del pasado siglo, vecinos llegados de toda España tuvieron el enorme coraje de transformar un pueblo con menos de mil habitantes en una localidad de más de 14.000, y todo ello pese al desprecio de la élite local franquista-catalanista --en el poder hasta las primeras elecciones municipales democráticas--, y del olvido de la administración autonómica hasta mucho después. Este abandono tuvo como primera respuesta la organización de varias bandas juveniles que imponían su ley dentro y, sobre todo, fuera. La inexistencia de servicios sociales, el precario sistema educativo y la crisis económica supuso que, hasta fines de los ochenta, el pueblo se convirtiese en el supermercado de la droga de Cataluña. En aquellos años, bastaba decir que eras de La Llagosta para que te mirasen con recelo pero con cierto respeto, aunque por lo bajo alguno de la Cataluña profunda mascullara que eras extranjero.
Sobredosis aparte, fue la fuerza y la ilusión de los vecinos y el trabajo de los ayuntamientos democráticos de izquierda los que consiguieron transformar aquel gueto-dormitorio en una comunidad respetuosa con la ley, pese a que aún persistan fenómenos paranormales como que en la calle no se hable mayoritariamente la misma lengua que impera en los colegios. Ha sido tan costoso y tan difícil llegar hasta aquí que un pueblo entero no está dispuesto a que una familia incívica tire por la borda todo lo que se ha conseguido. No es el fracaso, es el éxito de La Llagosta mestiza, diversa y plural, la que se ha plantado ante la inoperancia, una vez más, de la Generalitat. Al final, después de tantos años y si salimos de ésta --comentaba con humor un vecino--, para defender el pueblo el paso siguiente será convertirse en galos, en aldeanos resistentes como Astérix y Obélix, dispuestos a luchar contra un imperio nacionalista tan cercano como extraño.