Xavier Domènech ha sido sobrepasado por la política. Estará agotado por las muchas responsabilidades adquiridas, decepcionado por las dificultades para convertir los Comunes en una fuerza operativa, desilusionado por las viejas prácticas parlamentarias de no dar la razón a quien cree que la tiene sino a quien tiene los votos para imponer la suya, estará cansado de soportar el protagonismo público, asqueado de las críticas recibidas por encarnar la equidistancia entre polos que se aborrecen o arrepentido por haber robado tiempo a la familia para dedicarlo a su causa.
Será un poco por todo, pero Domènech es la primera gran víctima de una izquierda inexperta, ideológicamente ambiciosa y, probablemente, un poco desanimada ya al comprobar que de la experiencia del 15M y del sorprendente éxito electoral de las municipales no se ha derivado automáticamente el cambio prometido. Su renuncia es sintomática de lo que pueden estar pensando otras figuras de este movimiento, empezando por Ada Colau, que no tardó ni un minuto en reconocer que a ella también se le está haciendo cuesta arriba el ejercicio institucional de la política y la oposición despiadada.
La política es dura, ¡vaya por Dios! En los bancos parlamentarios, en los gobiernos, en las direcciones de los partidos conviven la ilusión por cambiar el mundo con las ansias de poder, los ingenuos con los tramposos, los contemporizadores con los comprometidos, los ansiosos con los estrategas, los listos con los pillos, tanto da que sean militantes o dirigentes de un partido revolucionario, una fuerza alternativa o la más roñosa de las organizaciones de la derecha, creer lo contrario le sitúa a uno en una supuesta superioridad moral autoconcedida muy difícil de defender, incluso puede empujar a uno a la ofuscación, a sentirse incomprendido.
La “gente normal” topa con tantos obstáculos o más que la casta cuando se trata de hacer política. Seguro que habrá quien argumente que es más dura la política para con los Comunes que para los socialistas o los populares. Pero a falta de un estudio universitario que demuestre lo contrario, hay que suponer que la hipotética injusticia del trato a los políticos y gobernantes por parte de los medios, los colegas parlamentarios, los buitres de la oposición o los ciudadanos cabreados se aplica por igual entre todos aquellos que logran representar una porción del poder público.
Creo sinceramente que echaremos en falta el sentido pedagógico de Domènech y la ponderación de su discurso, un bien escaso en estos tiempos. Sin embargo, tal vez su decisión vaya a ser positiva para sus compañeros. Es relativamente fácil ganar unas elecciones, cambiar una leyes o aprobar unos decretos desde la alcaldía, lo que se está demostrando difícil es modificar las reglas internas y ancestrales de la política pura y dura, lo que algunos denominan politiqueo (el cálculo, la táctica, la presión, el juego de las emociones), solamente modificada en el último siglo por el descomunal impacto de los medios de comunicación que convirtieron la lucha política y la gestión pública en un espectáculo de masas pensado para renovar periódicamente la confianza de los electores. Las redes sociales debían aportar transparencia y favorecer la participación, pero de momento, lo que más triunfa es el fake, la expresión más clásica de la política de siempre.
El debate del político profesional frente al profesional que ejerce transitoriamente la política es viejo; se reproduce periódicamente, se vivió en los primeros años de la Transición, muy especialmente con la llegada al gobierno de Felipe González y sus jóvenes socialistas (con la excepción de Morán, claro), y no existe un dictamen convincente de que sea mejor para el servicio público el uno que el otro. Depende de la predisposición, la honestidad, la preparación y la dedicación de cada uno, sea profesional o amateur. Y de la fuerza electoral obtenida, que siempre ayuda a pasar los malos tragos proporcionados por el adversario interior o exterior.