Sí, ya sé que la frase original dice exactamente lo contrario, que no hay estética sin ética, pero es fácil darle la vuelta a la tesis cuando uno ve estos días por la tele o en directo al sector más garrulo de los taxistas de Barcelona en acción. No me extenderé mucho sobre la parte ética de la propuesta, aunque piense que se trata, principalmente, de conservar una situación de monopolio. Ya sé que el trabajo de taxista es duro y que el jornal depende del número de clientes y de la extensión del trayecto. Es un trabajo que te puede volver tarumba -como quedó demostrado en Taxi driver, el clásico de Martin Scorsese escrito por Paul Schrader—, pues te pasas el día deambulando por una ciudad congestionada sin llegar a ninguna parte: solo el cliente llega al destino que se ha fijado mientras you ain´t goin´ nowhere, que cantaba Dylan.
También entiendo que la presencia de una competencia organizada, como la que representan Uber y Cabify, te puede complicar la vida, pero cuando formas parte de un colectivo que, como la Guardia Urbana, no es precisamente de los más queridos por la ciudadanía, lo peor que puedes hacer es colapsar las calles, destrozar los vehículos que consideras intrusos y convertir el centro de la ciudad -con tus sillas plegables, tus tiendas de campaña, tus timbas de mus sobre una manta en el suelo y tu actitud chulesca cuando te ponen un micrófono delante— en el camping La Ballena Alegre.
Pasando a la cuestión vestimentaria, tampoco ayuda a la causa el aspecto general de los taxistas airados que aparecen por la tele: abundan el pantalón corto, la camiseta imperio, los tatuajes de presidario, los afeitados chapuceros y los peinados discutibles. Lo peor, claro está, es la camiseta imperio, prenda que solo llevan los gais y los gañanes (los primeros se distinguen de los segundos por la calidad de la prenda) y cuya prohibición habría que considerar, pues solo les sienta bien a las mujeres porque les realza los pechos. Esa socialización masculina de la sobaquina no es nada agradable, como sabrá todo aquel que se haya expuesto a ella en el metro o el autobús (curiosamente, ¡qué raros somos los hombres!, la axila femenina da ganas de lamerla, aunque la mayoría de nosotros nos reprimamos por el qué dirán). No se puede uno amotinar con camiseta imperio, pantalón corto y chancletas porque se consigue lo contrario de lo anhelado: el telespectador, en vez de solidarizarse contigo y los tuyos, arruga la nariz y piensa: “Menuda chusma. No sé a qué espera la policía para dispersarlos a porrazos”.
Los políticos, por su parte, están reaccionando de la manera prevista. Ada Colau ha pedido “calma y cabeza fría”. Quim Torra ha hecho algo parecido, pero desde Bruselas, donde fue a recibir instrucciones del Líder Supremo de la Secta Amarilla (y proveerle de ratafía para lo que queda del verano, supongo): lo primero es lo primero y ya puede arder Barcelona, que el mayordomo de la Gene se va a visitar al señorito donde quiera que esté. El Gobierno ha montado una reunión para hoy que, cuando escribo esto, no sé si habrá servido para algo o no. Y la oposición, claro está, se apunta a lo que sea. Por eso Podemos ha desplazado a Barcelona al diputado Rafa Mayoral para aplaudir a nuestros taxistas. El PP, incomprensiblemente, ha dejado de pasar la oportunidad de enviar a su secretario general, Teodoro García Egea, que habría tenido más éxito que Mayoral, pues no en vano ganó en 2008, en Murcia, el concurso internacional de lanzadores de huesos de aceituna con la boca, llegando a escupir el proyectil a una distancia de casi diecisiete metros. El comando La Ballena Alegre lo habría recibido como a uno de los suyos.