Enrique Jardiel Poncela, uno de nuestros mejores escritores del absurdo, perteneciente a esa estirpe tan poco valorada de autores cuya literatura se sustenta en el humor, esa forma de inteligencia superlativa, se interrogaba en el título de una célebre comedia (perdonen ustedes la impertinencia) si realmente hubo alguna vez 11.000 vírgenes. Tras el congreso exprés del PP para elegir al sucesor de Rajoy no cabe sino preguntarse: ¿Pero el PP fue alguna vez de centro? La victoria de Pablo Casado, el joven al que los títulos académicos apenas le cuestan una sonrisa profidén, supone –lo decimos mansamente– un retorno hacia las esencias más conservadoras de la vieja derecha española, que ya sabemos que aspira a representarnos a todos cuando únicamente defiende los intereses de unos pocos ilustres (es un decir).
Casado ha arrasado entre los suyos. Aunque habrá quien diga que un respaldo del 57%, incluidos bastantes exministros, no es para tanto. No es verdad: los militantes del PP no están acostumbrados a votar a sus líderes (léase portavoces, porque el verdadero poder que los gobierna está en otros sitios). La tradición en la organización ha sido el dedazo, la designación imperial o, en el mejor de los casos, la potestas sin auctoritas. Teniendo la primera, no hace falta la segunda. Es la primera vez en la historia, aunque haya sido a doble vuelta y con el candado de seguridad de los compromisarios, que les han dejado elegir libremente a los que se llaman a sí mismos liberales, sin serlo. ¿Y qué han elegido? A un delfín con pinta de director de Recursos Humanos de una empresa familiar. A un vendedor de hipotecas subprime. Al hombre perfecto. Convendría preguntarse para qué.
Del cónclave conservador, que no ha sido lo que se dice amistoso, se desprenden dos conclusiones, dos. Primera: los sorayos eran un factor exógeno al partido, una carambola del destino, un epifenómeno fruto de la proverbial abulia del mítico registrador de Santa Pola. Dos: la refundación del PP se va a gestionar –ya veremos con qué resultado– sobre la base del enroque sobre sí mismo, en ningún caso desde la renovación. Convendría recordarle a los peperos que sus huestes han salido del Gobierno por una condena judicial –categórica– por corrupción a la que, en los meses venideros, pueden sumarse otros quebrantos judiciales. El desierto va a ser muy largo. En el congreso no ha habido ni autocrítica ni tampoco mucho arrepentimiento. Ni siquiera un falso acto de contrición. Nada de nada.
A Rajoy lo han despedido entre lagrimitas. “Los muertos, por mal que lo hayan hecho, siempre salen en hombros”, escribió Jardiel. En horas veinticuatro lo enterraron y cambiaron las banderitas del partido por la bandera (de todos) en una inquietante envolvente que confía la resurrección electoral del PP al patriotismo, la familia y el fundamentalismo católico. Vade retro, Satanás. El amor a la patria empieza por no robarle a los contribuyentes, evitar nutrir a los comisionistas habituales, por supuesto no tener contabilidad B y hacer cumplir el sagrado mandamiento de don Nicanor (Parra): “Nadie debe ganar más/que el Presidente de la República/ni menos”.
La avaricia (la causa de la crisis) es el pecado que hace una década empobreció a España. El PP se ha encargado desde entonces de extender sistemáticamente el espanto a los ciudadanos, reducir el Estado social, subir los impuestos y recortar –vía reforma laboral– los salarios. Consumada la gesta, se impone ahora el ideario integrista de la FAES: volver a la ley del aborto de 1985, ilegalizar a los independentistas, pescar en los caladeros de Cs y Vox, dejar a Franco en su tumba totalitaria (esté donde esté), volver a celebrar el aznarato y el fraguismo, esos orígenes impíos, y seguir así, sin parar, hasta la cuna de don Pelayo.
Si Aznar, el ausente, es quien mueve los hilos de Casado, como ocurrió durante los dos años en los que el ahora elegido fue su jefe de gabinete, lo veremos pronto. A la vuelta del verano. No tendremos que esperar mucho. Puede darse el caso de que en lugar de un Macron, que es la tesis oficial de los ganadores, los compromisarios del PP sólo hayan designado a una marioneta. Ya lo decía el gran Jardiel: “Lo único que no se ve nunca es justo lo que está al alcance de la vista”.