Todos, hasta los más hostiles detractores de su persona, le atribuyen la condición de ser el prosista catalán más importante del siglo XX. Salvador Pániker lo ha llegado a considerar el Montaigne catalán. Josep Pla Casadevall nació en Palafrugell en 1897 y murió en Llofriu en 1981. Escribió mucho. Sus obras completas publicadas abarcan 47 volúmenes. Su larga vida resiste las etiquetas fáciles. Pareció disfrutar de sus muchas contradicciones.
Hijo de propietarios rurales, payés ampurdanés vocacional, fue al mismo tiempo un viajero impenitente que se recorrió medio mundo como corresponsal de La Publicitat o de La Veu de Catalunya o en el exilio en 1924 y 1936, con estancias que dieron mucho juego literario en París, Roma, Inglaterra, Prusia o Israel. Difícil de integrar, ya fue expulsado de su internado en el bachillerato. Estudiante perezoso, acabó la carrera de Derecho en 1919, pero nunca ejerció como abogado. Su pasión fue la escritura caracterizada, como tantas veces se ha dicho, por una prosa fácil, sencilla, transparente, que rompía radicalmente con la pedantería literaria noucentista y que buscaba acercarse mucho a Baroja o a Chaves Nogales.
Se hizo periodista porque este oficio era el que le permitía además ejercer su pasión escrituraria. La política le tentó pero aborreció de la llamada clase política. Fue diputado por la Mancomunitat, dentro de la Lliga, en 1921, lo que le costó su primera experiencia de exilio con la dictadura de Primo de Rivera. La proclamación de la República la vivió en Madrid como corresponsal de La Veu de Catalunya, pero volvió a Barcelona en cuanto pudo. La República le decepcionó profundamente, hasta el punto de simpatizar con el golpe del 18 de julio. Desde Marsella, a donde había ido en septiembre de 1936, colaboró con los servicios de espionaje franquistas financiados por Cambó, junto a su entonces compañera Adi Enberg. Solterón empedernido, misógino, le gustaron mucho las mujeres y la larga relación sentimental con la noruega no fue la única en su vida.
Su franquismo le llevó a ser nombrado subdirector de La Vanguardia y se convertiría en el periodista de mayor relevancia en la revista Destino. Vitalista a su manera, fumador y bebedor, cínico, escéptico, siempre fue sospechoso a los ojos de sus amigos franquistas, que lo calificaban de catalanista, y para la mirada del nacionalismo catalán emergente fue el auténtico demonio, con todos los estigmas de la traición a cuestas. El pujolismo lo estigmatizó negándole sistemáticamente el Premi d'Honor de les Lletres Catalanes, que nadie, literariamente, merecía como él. El propio Pujol lo echó de Destino. Tarradellas lo compensó en 1980 dándole la medalla de honor de la Generalitat. Fue el premio a un viejo escritor que moriría un año después.
Su obra inmensa en catalán y en castellano contó con el apoyo fundamental de dos personajes, editores extraordinarios: José María Crucet, el hombre de la editorial Selecta, y Josep Vergés, el hombre de Destino. Se han escrito infinidad de aproximaciones biográficas a su figura. Desde Cristina Badosa a Xavier Pericay, pasando por Xavier Febrés, Arcadi Espada, Carlos Mármol y tantos otros. Sus dietarios reflejan la singular capacidad del análisis micro, la posibilidad de radiografiar la cotidianidad, lúcida y distanciadamente.
Nadie como él ha sabido juzgar la antropología catalana con ironía, consciente de que con ello se estaba juzgando a sí mismo. Él subrayó el complejo de superioridad catalán, el síndrome fugitivo huyendo de sí mismo, el espíritu "llorica", la ambivalencia de cobardía y orgullo, de manía persecutoria y engreimiento, de ansiedad y de decepción, la vocación defensiva del catalán "que tiene miedo de él mismo y que, al mismo tiempo no puede dejar de ser quien es". Nadie como él ha descrito el propio régimen de Franco desde dentro y con palabras tan duras: "Las autoridades no son más que los inspectores del mantenimiento estable de la mierda". Nadie ha fustigado al clero ("curas abstemios, inútiles y fanáticos") o al ejército con adjetivos tan fuertes.
El franquista más antifranquista del mundo. Un catalanista hipercrítico con su país. Un desencantado que nunca llegó a encantarse. Un anarcoindividualista profundamente conservador. El más radical de los posibilistas. Un espíritu de contradicción explícito.