En la M-30, como le llama la prensa al pasadizo semicircular que rodea el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo, tres sujetos circunspectos, Maillo, Javier Arenas y Rafael Hernando, preparan el funeral. En el otro extremo de la misma planta, los ujieres del Congreso cierran la verja de entrada por la que accede normalmente Rajoy; son concisos: “Hoy, el presidente ya no volverá”.
La tarde del jueves, Rajoy se ausentó para refugiarse durante siete horas en un restaurante del centro de Madrid, en Alcalá. Era el fin del runner de Sanxenxo; un derrumbe repleto de casquería. En su lugar se perfilaba el Gobierno Frankenstein de Pedro Sánchez, o peor, un gabinete socialista extremadamente minoritario. Las del jueves fueron las horas de la Europa expectante, hasta que llegó la madrugada del viernes, cuando Le Figaro, The Guardian, Le Monde, Frankfurter Allgemeine, Die Welt, La Repubblica, Le Soir, todos, reflejaban el fin de Rajoy en el poder. El mal perder del jueves se tornó entonces en realismo. El “ustedes verán” del día anterior se transformó en un “me duele España”, en palabras robadas al presidente por María Dolores de Cospedal, ministra de la Guerra. El PP en bloque pasó de la altisonancia a la tristeza enrabietada. Rajoy se había balanceado entre el après moi, el caos, y el “no dimito porque no soy responsable”. Pero sí lo es; la sentencia de Gürtel, radiada con unos días de antelación, reveló el desaguisado de il partito ladro, una tesis doctoral de corrupción sistémica iniciada en 1989, según los “hechos probados” del fallo del tribunal.
Antes de la moción, todo parecía muy atado, pero Rajoy, una vez más, negó la mayor. Los ecos del pacto de Estado en la sombra, con Felipe, Aznar, Rubalcaba y la Corona apuntando a la cabeza del presidente, parecían confirmar que la moción sería el primer paso para la solución de la crisis territorial provocada por el soberanismo catalán. La censura solidifica aparentemente un acuerdo entre el PSOE y los nacionalismos; pero mientras ERC, PDeCAT y PNV dirigen su mirada a la España vertebrada, su música de fondo habla siempre de bilateralidad. Horas antes de conocerse el resultado de la votación, el president Quim Torra habló de abrir las fuentes del diálogo ante los empresarios del Cercle d'Economia en su reunión anual de Sitges. Torra dice un día una cosa y al siguiente, lo contrario; siempre al ritmo del debate interno en el bloque independentista, decantado puntualmente del lado de Oriol Junqueras. De Puigdemont, ni noticias; y en los jugosos corrillos del fin de semana de debates, uno de los ilustres veteranos del prestigioso foro de opinión, Joan Mas Cantí, se llevó el gato al agua: “Es curioso, este president que siempre habla de separar, hoy le ha dado por unir”.
Todos saben que la gobernabilidad de CiU no volverá. El legitimismo soberanista alimentado de plebiscitos sitúa la proclamada “voluntad del pueblo” al margen de la Constitución. Durante los últimos años, los nacionalismos vasco y catalán han actuado como vasos comunicantes: mientras el primero regresaba al raíl de la vertebración, el segundo entraba en la ruta del secesionismo radical. Hasta llegar al momento actual, cuando la moción de Sánchez ha situado a ambos en un pacto de regeneración compartido. Es cierto que el desalojo de Rajoy alinea a las nacionalidades históricas con el viejo modelo autonomista. Pero ya nada puede volver a ser como antes. PNV, PDeCAT y ERC comparten el anhelo de ruptura con una parte de la nueva izquierda (Podemos), que fundamenta los litigios territoriales en la autodeterminación y el derecho a decidir. En su afán para echar a Rajoy, Sánchez puede haber abierto de par en par la puerta de la disgregación.
El Congreso ha demostrado que los políticos pueden prescribir las preferencias concretas de los ciudadanos, más allá de las convocatorias electorales. Los representantes del pueblo, dentro del marco normativo, tienen potestades a menudo olvidadas. El PSOE ha elaborado su estrategia de toma del poder dentro de la ley y eso es lo que lo diferencia del populismo soberanista, que ha tratado de gobernar por diferentes vías a base de estructuras subcontratadas. Hoy, después de vista la incapacidad de los indepes de articular un discurso de ciudadanía, sabemos que el outsorcing populista es el primer paso para olvidar la rendición de cuentas. El último round de una batalla territorial que ha pretendido desbordar el llamado régimen del 78 puede estar terminando tras el desalojo del PP.
Por puro vicio vicario, Rajoy no había leído con detenimiento la sentencia de Gürtel. El expresidente es uno de estos hombres desmemoriados que se acuerda de todo, pero solo comentan lo que les viene al pelo; es un Tirano Banderas sin el modo despótico del San José valleinclaniano, pero dotado para la displicencia del poder granítico fecundado en el barro, la lluvia y los cayos de al costa atlántica. Como los mudos que solo hablan cuando les conviene, Rajoy podría pasar por un limeño de Corpus Barga en la Latinoamérica de los caciques o por un tertuliano de Cunqueiro en el Derby de Santiago de Compostela. El ya expresidente nunca renuncia a la fábula; no me extrañaría verlo pronto junto a los improvisados caminantes iniciáticos del santo patrón con un ejemplar de Poemas do si e non bajo el brazo.
Fuera de la política (no corramos tanto), el ya exinquilino de Moncloa utiliza el disfraz perfecto del registrador de la propiedad, aunque no ejerza; viejo zorro, es un matador del engaño al que esta vez le han faltado la mesa, el mantel y la empanada de lamprea para derrotar a su contrincante en el último suspiro. Rajoy ha perdido, pero no le damos ninguna medalla al arquitrabe institucional de Sánchez, minoritario, concomitante con el populismo rectificado de Pablo Iglesias y con la muleta racial del soberanismo; el toque simbólico de la etnia que todavía hoy enfrenta a luteranos y romanos.