El escándalo por la supuesta utilización irregular de las bases de datos de Facebook para organizar campañas sucias de propaganda política, revelado por The New York Times, ha hecho perder un diez por ciento del valor de sus títulos bursátiles a la compañía de Menlo Park en apenas unos días, aunque las últimas noticias apuntan a una paulatina recuperación de su precio. Los centros de poder político y económico mundial están en alerta tras el suceso, que encabeza la agenda política mundial y esta semana copa la portada de The Economist. La compañía liderada por Mark Zuckerberg se encuentra sumida en lo que los expertos en comunicación llaman una crisis de reputación. En juego hay mucho dinero --probablemente demasiado-- y el uso fraudulento de datos particulares con fines espurios.
El episodio también es un capítulo más del final de la fábula, creada en los inicios de la cultura digital, de que internet y la tecnología asociada a la red iban a conseguir democratizar el mundo entero, disolverían las jerarquías verticales de poder y configurarían una hermosa utopía de seres libres y con criterio. No es que el desengaño nos haya cogido por sorpresa. Los cuentos, como escribió León Felipe, se escriben para adormecer las conciencias, rara vez para despertarlas. Se supone que éste es el objetivo del periodismo profesional, que ahora –y no es ninguna casualidad– vive algunas de sus horas más bajas. Se veía venir: antes o después el lado oscuro de los señores de la red, que ha suplantado a la verdadera sociedad, que es y será siempre analógica, emergería a la superficie. El panorama no es hermoso.
Los cuentos, como escribió León Felipe, se escriben para adormecer las conciencias, rara vez para despertarlas
El negocio de los gigantes tecnológicos consiste en la venta al mejor postor de la información personal de sus clientes, a quienes llaman --en falsos términos fraternales-- nuestra comunidad. En apariencia lo hacían para fines comerciales y guiados por un protocolo ético --esencial en estos negocios-- que iba a permitir a los usuarios elegir qué datos entregaban a la plataforma y cuáles no, de forma que el control sobre la información pasara siempre por las manos de los propios afectados. Parece evidente que este contrato tácito se ha roto, si es que en algún momento existió de verdad, por motivos puramente crematísticos, que es el único afán de los accionistas y directivos de la compañía. Como dijo Rato, “es el mercado, amigo”.
En la vida nadie hace nada a cambio de nada. Y es evidente que la gratuidad de Facebook y otros servicios similares implica que alguien está pagando por todos los usuarios que acceden al servicio gratis. Facebook no obliga a nadie a publicar en la plataforma tecnológica su vida íntima. Lo hacen todos los días los usuarios por su propia voluntad, movidos por el señuelo de una visibilidad virtual y planetaria que apela a la pulsión humana más poderosa que existe: la vanidad. ¿No es acaso eso mismo la política posmoderna? Todos vendemos algo en las redes: nuestro trabajo, nuestra vida, las imágenes de nuestros hijos, nuestras filias y algunas fobias. Parece ingenuo pensar que todo esto, cuyo valor sólo descubrimos el día que sabemos que hay alguien capaz de pagar dinero por esta información, no iba a comercializarse.
Todos vendemos algo en las redes: nuestro trabajo, nuestra vida, las imágenes de nuestros hijos, nuestras filias y algunas fobias. Parece ingenuo pensar que todo esto no iba a comercializarse
Tampoco resulta muy sólido el argumento de que la explotación comercial de estos datos para fines publicitarios es conceptualmente diferente a su uso para fines políticos. ¿Existe alguna diferencia entre la publicidad y la propaganda? La cultura digital, pese a todas sus virtudes, no busca retratar el mundo y analizar la realidad, sino distribuir mercancías --eso somos en este nuevo capitalismo spam-- y facturar como si no hubiera mañana. El negocio de Amazon es la distribución global. La mina de oro de Google es el conocimiento exacto de los deseos cósmicos. Y el activo más valioso de Facebook es el retrato matemático de la personalidad de sus usuarios. Su crisis de reputación probablemente será pasajera, pero también dejará huella en la memoria. Eso explica quizás que la compañía de Zuckerberg no esté haciendo gran cosa para combatir el desprestigio de su imagen. Es imposible.
Sus gurús, de todas formas, dan por hecho que la tormenta cesará y todo volverá a su cauce: la gente seguirá usando la plataforma a pesar de la campaña que ahora anima a borrar sus cuentas. Los hábitos sociales son la cosa más difícil de cambiar que existe. Pesan más incluso que la conciencia, que es un fruto extraño. Lo paradójico es que este escándalo digital tenga exactamente el mismo origen que explica el suicidio de los medios de comunicación tradicionales: la errónea decisión empresarial de vender a sus clientes a los grupos de poder económico y político en lugar de caminar justo en la dirección contraria. Son los demonios de la red, cuya presencia es fácil de detectar: aparecen siempre que se confunde el periodismo con la comunicación.