Antes que nada, declaro solemnemente que la retirada en ARCO de la pieza de Santiago Sierra me parece una muestra de censura que, además, acaba redundando en favor del censurado, que se puede presentar como una víctima de la libertad de expresión mientras le levanta 80.000 euros a un millonario indepe y seudoprogresista, Tatxo Benet, principal secuaz del potentado trotskista Jaume Roures. Tampoco me parece bien que a un rapero mallorquín con más rabia social que talento artístico, el apodado Valtonyc, le caigan tres años y medio de cárcel por unos ripios antimonárquicos, cuando con una multa por bocazas iba que chutaba. Espero que no llegue a pisar el trullo, pero, de momento, ¡algo es algo!, le han salido treinta bolos que, en el peor de los casos, le servirán para convertirse en el rey del economato penitenciario.
Me revienta la censura. Ya tuve que soportar la del franquismo y no necesito más. Pero de ahí a solidarizarme con Sierra y Valtonyc hay un largo trecho que me cuesta recorrer: que nadie solicite mi firma para pedir el indulto del rapero balear o demandar a ARCO por ataque flagrante a la libertad de expresión. No me interesa la obra de ninguno de los dos por obvia y burda. En el caso de Sierra, nos encontramos con el caso de un artista que empezó bien, pero derivó rápidamente hacia la demagogia y la denuncia de brocha gorda. Eso sí, constituye un ejemplo inmejorable de lo que significa hoy dedicarse al arte político: el artista, por muy concienciado que esté, por muy de izquierdas que sea, por mucho asco que le dé el sistema, necesita el mercado para vivir y comer a diario. La gente que se podría solidarizar con sus mensajes no tiene dinero para llevárselos a casa, con lo que el artista político vive de los museos, las fundaciones y los millonarios con mala conciencia. El artista político, pues, vive en una contradicción permanente, pues sus clientes suelen ser los mismos a los que enviaría al paredón. No quisiera estar en la piel de un artista político, aunque siempre es mejor ser Banksy que Sierra, dado que la falta de sutileza y el trazo grueso del madrileño lo convierten, en el mejor de los casos, en un provocador profesional que siempre encuentra la manera de salir en la prensa.
No censuremos a nadie. Dejemos que Sierra y Valtonyc sigan con sus cosas. Los ricos con mala conciencia y los resentidos sociales los necesitan
También fue mejor ser Johnny Rotten o Joe Strummer que Valtonyc. Los Sex Pistols y los Clash hacían política de izquierdas a través de canciones estupendas que uno aún tararea de vez en cuando: a día de hoy, aún no se ha compuesto nada más agresivo contra la monarquía británica que God save the queen. Los recitados de Valtonyc, por el contrario, son unos ripios insultantes que no van más allá del desahogo inmediato, rasgo común a los raperos de este bendito país, quienes, salvo excepciones que no conozco, suelen ser una pandilla de tarugos con pretensiones que toman por epifanías lo que no pasa de obviedades o perogrulladas. El pobre Valtonyc, como el inefable Pablo Hasél, es un rebelde sin causa y sin talento al que una condena absurda va a convertir en una estrella durante un tiempo. Meterlo en el talego solo puede conducir, con la mala baba que ya se gasta en libertad, a que, cuando salga, monte un comando terrorista, pues la capacidad redentora de la cárcel es una leyenda.
No censuremos a nadie. Dejemos que Sierra y Valtonyc sigan con sus cosas. Los ricos con mala conciencia y los resentidos sociales los necesitan.