Hay profesionales que en su ejercicio siempre tienen la última palabra sobre la de otros, tanto que su actitud suele resultar molesta y, en ocasiones, insolente. Lo cierto es que el corrector ha sido durante siglos uno de los personajes más temidos y odiados entre los escritores. Hasta que su función no se ha introducido en los móviles, el común de los mortales no ha tomado conciencia de los daños que puede causar en la comunicación entre humanos.
Nada nuevo. Siglos atrás, los correctores trabajaban en las imprentas y estaban considerados uno de los mejores cómplices para los censores. Cristóbal Suárez de Figueroa, en su Plaza Universal (1615), comentó los problemas que los correctores causaban a los autores con la censura al condenar "con imprudencia el error ajeno en que incurren los mismos". Los escritores eran conscientes del campo de la "espaciosísima murmuración" en el que entraba su obra, una vez que había superado la censura previa y había conseguido el permiso para publicarla, porque el primer escollo que encontraban era el silencioso corrector. Alonso Víctor de Paredes, en su Institución y origen del Arte de la Imprenta (1680), aconsejaba que "el Corrector, está en primer lugar obligado, si acaso viere que quieren imprimir algo prohibido por el Santo Tribunal [de la Inquisición], o que sea o parezca mal sonante contra la Fe, contra nuestro Rey o contra la República, no consentir que se imprima, aunque traigan licencia con todas sus circunstancias porque esta se puede haber sacado con siniestra información, sin consultarlo con el Juez a quien le perteneciere, o con sus Ministros".
Es cierto que sin el trabajo del corrector el resultado editorial puede ser deficiente. Algunos están todavía preguntado dónde estaba el corrector el día que se imprimió la invitación al recibimiento del cardenal Tarancón en 1970 en la Real Academia de la Lengua, citado como académico "erecto" en lugar de "electo". Aunque siempre cabe la sospecha de que el corrector fuera un colaborador más del agónico régimen franquista, es decir, que el disparate fuera su mejor arma para desacreditar a un mal avenido cardenal.
Puigdemont demuestra que el corrector sigue siendo un personaje que puede causar serios daños en las relaciones humanas
Hasta en la política, el papel del corrector puede ser decisivo, ejemplos no faltan.
Galdós, en su episodio Los Apostólicos, puso un sencillo y magnífico ejemplo de cómo la labor de un corrector puede ser de gran utilidad para aquellos que quieren tomar el poder como sea. En las luchas de los carlistas para que no se reconociese a la princesa Isabel como heredera de la Corona de España, uno de ellos manipuló una loa que se estaba imprimiendo para enaltecer a la "angélica" Isabel y a su madre la "inmortal" María Cristina, reina regente. El personaje relató que "como tengo relaciones en todas partes, me introduje en la imprenta y di ocho duros al corrector de pruebas para que quitara bonitamente la 't' de la palabra inmortal". El resultado impreso fue tan celebrado como público y notorio. Al final, la reina María Cristina se marchó al exilio.
En política no hay duda de que un experimentado corrector entregado al fanatismo, a la ira y al odio, puede convertirse en un maestro de la manipulación y de la propaganda e, incluso, llegar a ser presidente (de nuevo). Mark Twain dejó escrita la más lúcida advertencia de las nefastas consecuencias de la negligente labor de un corrector: "Hay que tener cuidado con los libros de salud; podemos morir por culpa de una errata". Cataluña corre el mismo riesgo, porque el máximo responsable del desastre actual es un viejo corrector, de apellido Puigdemont, que interesadamente confunde fabulista con futbolista, nación con loción, depresión con opresión, exfoliar con expoliar o, lo más difícil, España con Estado español. Experto en su arte, ha conseguido arrastrar a miles y miles de catalanes con un proyecto de erratas, acompañado de algunos mitos. En fin, como en su época de corrector, el recurso del disparate sigue siendo su mejor arma.