El Boletín Oficial del Estado se despidió de sus lectores el sábado 30 de diciembre, cuando todo el país estaba preparando la Nochevieja, con una andanada de mil páginas. Como cierre del año, no está nada mal. Es de suponer que a algunos abogados, asesores fiscales y demás expertos que auscultan cada día la antaño llamada Gaceta de Madrid, se les atragantaron las uvas, porque semejante alud normativo entraba en vigor al día siguiente.
Los redactores del BOE se habían mostrado comedidos en 2016: “solo” largaron a los ciudadanos 175.000 folios, es decir, 57.000 menos que el año anterior. Pero en 2017 se acabó la contención y han vuelto a las andadas. Nada menos que 225.000 hojas de densa y árida prosa. ¿Alguien en su sano juicio cree que tamaño diluvio cabe en mente humana?
El año recién terminado lega a la posteridad una espesa batería de 21 leyes, una ley orgánica que enmienda otra anterior, 21 reales decretos-leyes, casi 1.100 reales decretos y 1.330 órdenes.
Se añade a este inmenso caudal otro tsunami paralelo de decenas de millares de acuerdos, resoluciones, circulares, enmiendas, protocolos y edictos de todo pelaje. El BOE se ha transformado en los últimos lustros en una máquina perfectamente engrasada de ametrallar regulaciones a destajo.
El BOE se ha transformado en los últimos lustros en una máquina perfectamente engrasada de ametrallar regulaciones a destajo
Menudean las voces que de un tiempo a esta parte advierten del exceso de reglamentos volcado sobre nuestro país. A todas luces conviene que la burocracia se dé un respiro. Así dejaría de desencadenar a paso de carga un pernicioso maremoto de ordenanzas ministeriales, con el que pretende regular hasta la saciedad la conducta de los individuos.
El campo tributario es tal vez el que luce el récord en complejidad legal. Así se desprende de la velocidad con que se modifican sus normas. Y no sólo las destinadas a estrujar el bolsillo de los contribuyentes. El fenómeno afecta incluso a las que tienen por finalidad otorgar incentivos y exoneraciones fiscales. La legislación vigente sobre unos y otras es particularmente desordenada, casuística e inestable. Su simple enumeración llenaría varios volúmenes.
El actual maremágnum digital, que ha relevado a la difusión mediante letra impresa, encierra un corolario obvio. El pago de los impuestos se ha convertido en un galimatías indescifrable para las personas corrientes y molientes. Todos los esfuerzos por asimilar el cuadro legal resultan baldíos de un año a otro.
El pago de los impuestos se ha convertido en un galimatías indescifrable para las personas corrientes y molientes
Es sabido que los sistemas fiscales adolecen de complejidad en todas partes. Pero a esta condición se añade ahora en España un vómito incesante de reglas cambiantes, que parece haber tomado carta de naturaleza. De ahí que la complejidad se transforme en un rompecabezas laberíntico, claramente abusivo y desmoralizador.
¿Es pedir demasiado al legislador que frene sus ímpetus y deje de tener suspendido el ánimo de los contribuyentes en un estado continuo de zozobra y desorientación? Ningún país funciona medianamente bien si no dispone de un cuadro estable de leyes al que atenerse. Aquí, con tanta revisión, ajuste y reajuste, no parece sino que estemos empeñados en sumergir a la feligresía en un completo desbarajuste.
Un solo ejemplo. La Ley Concursal, reguladora de las situaciones de insolvencia empresarial y personal, se ha cambiado la friolera de 14 veces desde 2009. Y eso que cuando se promulgó, los palmeros de turno dijeron extasiados que componía un cuadro legal cuasi perfecto.