Jordi Évole ha sido uno de los mejores propagandistas de la imaginaria bonhomía de Junqueras entre los españoles. Cuando en las comidas navideñas el problema catalán se ha tratado sin silencios, uno de los comentarios más repetidos ha sido el "injusto" encarcelamiento del líder de ERC, del que se alaba su presunta integridad moral y política. Y si se bromea al recordar su incapacidad para descorchar una botella de vino en la mesa de una familia andaluza, se hace con cierto cariño, tanto como la ternura que manifestó Iceta con su abrazo al osito o como las sonrisas tontunas que se intercambió públicamente Junqueras con su amortizada amiga Soraya.
La segunda razón que nutre esta enternecedora imagen que se han inventado del político preso es la solidaridad que despierta entre el extendido anticonstitucionalismo. Corriente a la que se suman los republicanistas que ven en el catalán un líder valiente y alternativo porque su partido se denomina Esquerra Republicana. No hace mucho tiempo, Joaquín Sabina elogiaba a ERC por el mero hecho de ser republicana, eso sí, el entusiasmo del cantante era antes de su caída del caballo cuando las huestes independentistas insultaron a su amigo Joan Manuel Serrat.
El tercer argumento, repetido todavía por conocidos tertulianos una y otra vez, es la atribución a Junqueras de una alta capacidad intelectual, muy superior sin duda a la de sus colegas, llámense Tardà, Rufián, Rovira, Bosch o Mundó. Se alaba su formación de historiador, pero se olvidan los penosos espectáculos que ha ofrecido en debates con otros líderes, como el que fue incapaz de mantener con Borrell sobre el cuento de las cuentas catalanas, al que sólo le pudo responder con balbuceos infantiles sobre el conocido mantra del mandato popular.
Después de aquella llamada clandestina, tan entrañable y ecuménica, en la que proponía amarse los unos a los otros, algunos se han convertido fervorosamente al junquerismo
Pese a todo, fuera de Cataluña, la imagen de Junqueras es mucho mejor que la del carlista Puigdemont, sobre el que los chistes y memes abundan sobremanera. Pero ¿qué ha ocurrido, entre creyentes españoles y españolas, para que se haya pasado de una contenida admiración a una apreciable veneración hacia Junqueras? Todo apunta a que han sido sus declaraciones desde Estremera sobre su tiempo dedicado a la lectura y a la oración las que han despertado, entre algunos espíritus cristianos, una mayor solidaridad hacia su persona. Y aún más, después de aquella llamada clandestina, tan entrañable y ecuménica, en la que proponía amarse los unos a los otros, algunos se han convertido fervorosamente al junquerismo.
Al final, la figura poliédrica y vidriosa de este personaje se ha perfilado como la de un caballero cristiano. No se trata de atribuirle una vía espiritual erasmiana, en todo caso sería ignaciana. Es decir, no se queda en las virtudes morales sino que prefiere la mortificación, no trata de ser un asceta de imitación sino de transformación, por eso más que insistir en el conocimiento lo hace en el amor, intentando armonizar razón y nación, sintetizando lo interno y lo externo, lo humano y lo divino, los ritos y el amor que le mueve a practicarlos.
El junquerismo republicanista es una nueva vía espiritual que engloba un ideal de reforma de Cataluña envuelta en la bandera de un pacifismo que esconde una intensa violencia simbólica. De ahí que sus seguidores aludan una y otra vez a las porras como factor de conversión. Y para colmo, su concepción tan piadosa de la república se proyecta en España en un contexto tan recargado de tensiones y de ideas confusas. Solo necesitamos que sus reflexiones carcelarias, en su particular cueva ignaciana, se conviertan en una guía espiritual de ejercicios identitarios. Ese es el libro que tantos están esperando en este 2018 para combatir al Anticristo, ese Estado español obsoleto y paquidérmico que hasta resopla para celebrar el cuarenta aniversario de su Constitución.