España atraviesa un nuevo episodio de sequía --uno más-- que está poniendo en jaque hasta el mismo consumo humano en muchas zonas de la península, pese a ser el país con más embalses per cápita del mundo y que en la actualidad alcanzan apenas el 37% de su capacidad, un registro desconocido desde el periodo de sequía comprendido entre 1992 y 1994.
Los datos oficiales nos enseñan que la pertinaz sequía, expresión que se hizo famosa durante la dictadura franquista, nos regala con uno o dos años de escasez de lluvias cada ocho o diez años, pese a lo cual, los sucesivos gobiernos no parecen en disposición de tomarse en serio el problema del agua como no se toman en serio el problema de los incendios.
A pesar de lo alarmante de la situación, que puede verse agravada por el cambio climático en el que, al parecer, nos hayamos inmersos, la gestión del agua, factor clave para hacer frente a la sequía en España, continúa tomándose a capítulo de inventario en muchas regiones de España. Año tras año la superficie de zonas regables aumentan hasta el punto de que el regadío absorbe el 84,3% del agua, mientras que la población y la industria consumen el 15,7% restante. Todo un disparate criticado por muchos, aunque todos ponemos como ejemplo a Israel a la hora de enunciar posibles soluciones.
Sería poco riguroso afirmar que en España no se ha hecho nada a la hora de mejorar la gestión del agua y de ello da fe el hecho de que, en lo que llevamos de siglo, se han invertido cerca de 4.000 millones de euros en la modernización de regadíos a repartir entre los gobiernos central y autonómicos, la UE y los propios regantes. Pero esto no significa que estén resueltos todos los problemas que siguen existiendo como pueden ser la sobreexplotación de los recursos, el incremento de la superficie regable, el desperdicio del agua que se produce en zonas con unas estructuras arcaicas, los métodos de regadío, la creciente sedimentación de los pantanos o la existencia de miles de pozos ilegales que ponen en jaque a las capas freáticas.
La gestión del agua debe afrontar problemas como la sobreexplotación de los recursos, el incremento de la superficie regable, el desperdicio por las arcaicas estructuras, los métodos de regadío y los miles de pozos ilegales
Pese a que el 75% del territorio España es susceptible de sufrir desertificación, las hectáreas dedicadas a regadío no hacen sino aumentar, llegando incluso a poner en peligro el agua destinado a consumo humano. La superficie de regadío en España se acerca a los cuatro millones de hectáreas, más del 8% de la superficie geográfica del territorio nacional y casi la quinta parte de la superficie agraria útil. Y todo ello tras muchos años en que la población activa agraria no hace sino disminuir, de la misma forma que aumenta la renta agraria y la PAC (Política Agrícola Común) riega con millones de euros el campo español. Todo sea por fijar población, aunque son muchos que califican de desaforados estos crecimientos.
Aunque no se puede negar la racionalidad impuesta por las confederaciones hidrográficas de las cuencas españolas y el buen sentido de las comunidades de regantes en algunas zonas de España, no se puede generalizar y no parece que el problema del agua sea una prioridad para las autoridades españolas que no terminan por enfrentarse a él con la intensidad que se merece y que, solo llegados momentos de extrema escasez, parecen darse cuenta de la existencia del problema.
Mientras tanto, cientos de miles de pozos ilegales, con la bendición de las autoridades, siguen operativos para uso agrícola extrayendo hectómetros cúbicos suficientes como para hacer frente al consumo medio anual de todos los habitantes de España y convirtiendo en secarrales humedales imprescindibles para un mínimo equilibrio ecológico.
De ello dan fe los casi mil pozos ilegales de extracción de agua que amenazan la conservación del Parque de Doñana o los señalados por algunas organizaciones ecologistas de la cuenca del Guadiana. Allí se calcula que hay 22.000 pozos ilegales, frente a los 16.000 legales sólo en La Mancha, mientras en la cuenca del Guadalquivir son 10.000 los pozos ilegales, y en las del Segura existen al menos 20.000 captaciones ilegales frente a 4.500 legales, lo que hace posible las 100.000 hectáreas ilegales de regadío.
De la situación existente son y han sido conscientes los sucesivos gobiernos españoles desde hace décadas, sin que ninguno haya hecho nada por terminar con el problema. Seguimos con miles de pozos ilegales, estructuras de regadío que pierden agua a raudales, modelos de regadío que no soportan un mínimo análisis de rentabilidad, pantanos llenos de lodo que reclaman a gritos una limpieza a fondo y el mantenimiento de una agricultura de regadío, en definitiva, sobredimensionada y no adaptada al clima mediterráneo.
Y todo ello sin contar con el impacto de la escasez de agua en los embalses que ha desplomado la generación de energía hidroeléctrica que nos lleva a cifras preocupantes como las que se presentan en octubre de 2017 cuando se había producido un 52% menos de electricidad a través de este líquido elemento.
Franco puso los pantanos y hoy alguien debería ocuparse de buscar soluciones a cómo se gestiona el agua que en ellos se embalsa.