El independentismo funciona así: primero empobrece a su población, después reprime a la disidencia y finalmente señorea. Es el esquema teológico de Oriol Junqueras, el Gran Muftí, un señor de la guerra en pijama de rayas y con un pie encadenado a una bola de hierro, mientras diseña su plan maestro: sustituir a la clase dirigente de los Fainé, Oliu y otros altos cargos del Ibex por la nueva élite nacional-catalanista. Dicho de otro modo, cargarse los motores de la economía para imponer un neocapitalismo de amiguetes. Este pilla-pilla sin rostro humano reinventa al Vicens Vives de antes del Diluvio. Se pregunta: ¿a dónde nos llevan Gas Natural, Abertis, Colonial o Agbar? ¿Quo vadis Catalonia? A perpetuar el dominio español ¿Sí? Pues, antes muerta que sencilla; la maté porque era mía.
Perdida su primera batalla frente al 155, el escenario desnudo del campo de Marte revela las baterías empresariales del soberanismo: los Font de Bon Preu, égloga pastoril de la menestralía puritana; la Mediapro de Jaume Roures, hacker del ciberespacio soviético y magnate del futbol televisivo, moderno rey del pollo frito; la Daurella de antes del boicot que atenazó a Coca-Cola European Partners; la Unipost papeletera de una rama Raventós; los inevitables Sumarroca de todas las concesiones del 3%; fundaciones de diseño sin pegada y seguidismo adocenado, como Femcat; un grupo de pseudo-inversores chinos en quiebra encubierta con órdenes de busca y captura y, especialmente, el químico Víctor Grífols, emporio del plasma, más conocido como el sanguijuela, amante californiano de un país subyugado por la fiebre sicótica del nuevo Sangrilá.
Son los canijos, la vanguardia que nos lleva a degüello. Entre todos dan para mantener al Govern en el exilio, marcado por las renuncias de los temerosos temerarios, estilo Toni Comín (“no sabíamos nada del Estado represor” o el “no queríamos hacerlo”). Qué tristes son las madrugás en Flandes y qué largas se hacen las tardes en Bruselas, si uno no tiene un miserable lobby en el que caerse muerto.
En el pasado, en unos momentos de incapacidad político económica, Barcelona fue el centro de un debate sobre la pujanza real de la llamada burguesía frente a las estructuras heredadas de la autarquía. Los líderes financieros, encriptados en regulaciones jurídicas del pasado, no levantaban el vuelo; la expansión territorial y el crédito no arrancaban. El encajonamiento afectaba a los exportadores cementeros, a la química incapaz de fijar precios por las fluctuaciones de la materia prima o a la metalurgia; todo ello, con un textil entrado ya en su decadencia definitiva. Aquel escenario impugnaba a los gestores y grupos patrimoniales de entonces. ¿Sois capaces de abrir la lata? ¿No lo sois? Pues estamos en presencia de una oligarquía canija (se dijo entonces por primera vez), marcada por la incapacidad real de crecer más allá del caparazón político. Se habló de una oligarquía autolesionada, mientras que, en otros puntos de la España desindustrializada, la estabilización y el desarrollismo ofrecían ya algunos frutos.
En nuestra latitud, el peso de la política sobre la economía es la principal causa de ineficiencia. Se está viendo ahora en la caverna platónica de la llamada República, cuando las empresas serias huyen en busca del refugio seguro de la zona euro. Otras, las citadas y algunas más, quieren ocupar el lugar de las primeras. Son las hijas de un Dios menor, tristemente célebres por su clientelismo respecto al poder, manchadas por casos de corrupción lacerante, que desvelan negocios semidescubiertos en sagas nacionalistas, como los Pujol, Trias, Mas, Feliu o Prenafeta, entre otros. Hoy, los corrompidos están en el sinvivir de los de los Paradise papers, mientras que los exhaustos corruptores esperan las tasas de retorno de la Arcadia feliz.
¿Si los indepes han inventado una clase dirigente que no existe por qué no iban a inventar una guerra fundacional?
Los Font, Sumarroca o Raventós no son precisamente la diplomacia del ingenio. Buscan el calor fácil del nicho de mercado que generan los precios políticos y las compras públicas (el plasma de Grifols en el Pentágono les marca el camino). Alimentan un futuro aurífero sin ambición. No se asoman todavía al mañana incierto de la fuga de sedes sociales de los motores, porque no ven (o no les importa) el efecto multiplicador de bajada que pueden provocar las decisiones ya tomadas por la vanguardia. No hablan de los grandes alcatraces que, a mar abierto, se precipitan sobre las cubiertas de nuestros buques insignia, como lo está viendo la ACS de Florentino con Abertis; tampoco ven a los gigantes del mercado de las energías revoloteando sobre Gas Natural, el gran logro de nuestras cabeceras autóctonas. Los canijos lo saben y callan. Solo esperan cortar el cupón millonario y cómplice de la República falsaria, fruto de la omertà.
¿Si los indepes han inventado una clase dirigente que no existe por qué no iban a inventar una guerra fundacional? No es extraño que en cada intento de laminar el pasado y solapar un futuro se vuelva a la Guerra de Sucesión española. Así lo vivió el mismo Winston Churchill, educado en el castillo de Blenheim y corresponsal del The Morning Post en la guerra de los bóers: La contienda dinástica española (borbones contra austracistas) fue parte del crisol de la Europa resultante. Uno no es el rey del mambo solo porque lo repita mil veces.
En el caso del ex Govern cesado, la falta de visión y el autoengaño van en el mismo saco. Por puro infantilismo criminal, el Departamento de Economía, que ha ocupado Junqueras, es el feudo del delito: la sedición como causa legítima; el odio a la eficiencia como doctrina; el invento de las estructuras de Estado, que han hecho ricos a unos cuantos. Y en este renglón, el PDeCat y ERC (me olvido de la olvidada CUP en un extremo erótico-estético de la historia) han levantado una mentira factual todavía más infamante: tenemos empresas y fondos de inversión internacionales que nos apoyan. Pero todo es futil, mera posverdad. “Los políticos nos entretienen con ellos mismos para no tener que hablar de nosotros”, escribió Michael Foessel.
Lo que los indepes llaman vieja oligarquía es lo más moderno que tiene Cataluña: sus grandes corporaciones y bancos. Empezando por La Caixa de Isidre Fainé (líder financiero español, unido a una Fundación, que dirige Jaume Giró, con enorme presencia en el mundo científico, académico y social) y siguiendo por el Sabadell de Josep Oliu, la entidad saneada que más ha crecido en la última década. Frente a los que siempre han ido por delante, sabiamente defendidos por lo mejor del mundo académico, el Círculo de Economía y Fomento del Trabajo, la caterva mentirosa de Puigdemont y Junqueras ofrece su oligarquía canija.