En los meses previos a los atentados del 17 de agosto, en Barcelona crecía un sentimiento crítico con el turismo masivo.
Era más que previsible que, como ocurrió en Londres y en París tras sufrir el terrorismo yihadista, la afluencia de visitantes se resintiera.
Ese convencimiento no impidió que los responsables de las instituciones públicas catalanas pisaran el acelerador en su empeño por internacionalizar el conflicto con la Administración central y se esforzaran en concentrar a periodistas extranjeros el 1-O. Se trataba de explicar al mundo que el pueblo catalán quería votar y que el régimen heredero del franquismo lo impedía.
Juan Ignacio Zoido mordió el anzuelo y permitió que la policía a sus órdenes agrediera a quienes les impedían el paso a los colegios electorales. Fotografías cargadas de violencia llenaron las primeras páginas de los grandes medios internacionales, que volvieron a ocuparse de Cataluña el 3 de octubre con motivo del paro de país en el que colaboró la misma Generalitat.
Pero los efectos de la internacionalización no tienen nada que ver con lo perseguido. Ningún país ha reconocido al nuevo Estado que proclamó el Parlament, pero en la retina de todos los agentes económicos del mundo ha quedado la imagen de la inestabilidad social, política y económica.
Los datos turísticos de octubre son elocuentes, y merece la pena señalar que la caída de ventas de los comercios ha sido más importante en la zona del centro de Barcelona, donde se aloja el turista de más nivel; en los hoteles de cinco estrellas, igual que en las visitas a los museos. De hecho, incluso las galerías de arte están oyendo las negativas de los coleccionistas privados que rehúsan prestar sus obras a Barcelona, aunque no a Bilbao o a Madrid.
Esas, junto a la marcha de sedes sociales y fiscales de empresas, han sido las consecuencias de la internacionalización del conflicto.
Es fácil que la caída de visitas y de facturación sirva de excusa para enterrar un debate que apenas había nacido
De la misma manera que en el camino de ida del procés se cometió el error de no gestionar los asuntos urgentes del país, como es el caso del turismo, en el de vuelta corremos el riesgo de repetir. Es fácil que el desplome de las visitas y de facturación --hay interés en ocultar los datos reales para que no cunda el pánico-- sirva de excusa para enterrar un debate que apenas había nacido: cómo gestionar la primera industria de la ciudad.
La turismofobia es una reacción natural de quienes padecen los efectos de la masificación, pero no es un buen punto de partida para tratar el fenómeno turístico. Sería una lástima que el equipo de gobierno del Ayuntamiento de Barcelona, que tanto ha hablado y tan poco ha hecho en este capítulo, se olvide de él ahora que está en minoría absoluta.
El riesgo consiste en que el espacio que deje libre el turismo de calidad sea ocupado por el de masas, con lo que la degradación de la ciudad aumentaría de forma exponencial. El consistorio tiene la obligación de aportar ideas y gestión más allá de las frases grandilocuentes, porque de lo contrario eso que llamamos mercado será implacable.