Cataluña ha dejado de ser una democracia para convertirse en un esperpento asambleario. Asombrosamente, semejante gesta, que la devuelve a un rincón pretérito de la historia, se ha consumado votando una consulta ilegal en urnas de plástico donde los votos ya venían dentro, preparados desde casa, igual que los bocadillos para el fútbol; con un censo tan universal que en él faltaban los nombres de los únicos validados para decidir, que somos todos los españoles, y con el beneplácito activo de una policía política --los Mossos-- que se ha pasado por el forro la ley sancionada, la única fuente de su legitimidad. Más que triste, como dicen algunas almas cándidas, el 1-O ha sido bastante instructivo. España camina directa hacia su precipicio definitivo: tiene una Constitución que, después de ser mancillada durante años por sus propios padres, ahora es pisoteada en las calles con entusiasmo de horda.
Parece algo nuevo, pero el origen viene de atrás. Exactamente de los delirios políticos de la generación de la Santa Transición, que no fue generosa, sino una transacción de miserias que, por adoctrinamiento, ha sido transmitida a las generaciones posteriores. Nadie pelea por los derechos sociales. Pero se grita en favor de una república de corte identitario donde la ley es sustituida por el extraño mecanismo atávico de la pertenencia, sentimentalismo, babas y mentiras. Los soberanistas, como era previsible, han llevado a la calle un relato extremo y demagógico --manos abiertas, consignas, abuelitas rebeldes, niños alzados en los brazos de sus padres como ángeles protectores contra la agresión del fiero Estado-- que recuerda mucho a los tiempos en los que para algunos todo se reducía al viejo cuento infantil de los buenos contra los malos. Han pasado cuarenta años desde entonces. Y muchos siguen pensando --es un decir-- exactamente lo mismo. No es raro: los impulsores de este desastre replican la misma lógica política en la que se criaron. Todo estaba perdido de antemano.
Tras contemporizar ante el reiterado incumplimiento de la Constitución, Rajoy ahora opta por una salida que es la entrada misma en la cueva
Tras lustros de siesta, Rajoy decidió meter a la Policía y a la Guardia Civil en los centros de adhesión (un colegio electoral es otra cosa distinta) para dar la impresión de que, aunque sea tarde y a la fuerza, gobierna, cuando su programa ha consistido justamente en no hacerlo. ¿Se podía esperar otra cosa? No. Tras contemporizar ante el reiterado incumplimiento de la Constitución, ahora opta por una salida que es la entrada misma en la cueva, aunque contente a los más ultramontanos confiando su gestión marcial al minister Zoido, ese cráneo privilegiado. Dicho lo cual, conviene dejar claras ciertas cosas antes de que se sucedan las lecturas piruleta, propias de una sociedad infantil. Recurriremos a una parábola.
Si te atracan con una navaja, no negocias con quien viene a cortarte el cuello. Llamas a la policía y, si ésta no acude (lo de ponerse de parte del atracador sí es toda una novedad), no te queda otra que actuar en legítima defensa. El ladrón, obviamente, tendrá una madre que lo querrá mucho. E incluso una abuela venerable que le sonreirá todas las tardes a la hora de la merienda. Hasta los terroristas tienen familia. ¿Y qué? Todos estos factores no hacen que un ladrón deje de serlo. Ni convierten a un delincuente en un defensor de la libertad. Tampoco otorgan a nadie el derecho de pernada --que es la negación de la libertad del contrario-- para presentarse como víctima cuando lleva décadas ejerciendo de inquisidor civil de sus vecinos.
El viaje hacia el abismo no ha terminado. Acaba de empezar. El siguiente hito será un adelanto electoral para lograr la mayoría que necesitan para aprobar una declaración unilateral de independencia
En el desafío soberanista contra los españoles --España sólo es un concepto-- no existe ni un gramo de razón. Mandan las tripas y el odio. Su exacerbado sentimentalismo sólo es una forma de propaganda. Un chantaje para disimular lo que está en juego. Lo hemos escrito hace tiempo. Su democracia es nuestro funeral. Sus urnas, nuestras cadenas. Y su revolución la coartada de unas élites miserables para absolverse a sí mismas tras robarnos a todos. Vivimos una tragicomedia demagógica. Las portadas de los periódicos (subvencionados) no van a construir ninguna nación. Tampoco salvarán al pueblo de sí mismo. Votar no equivale a la democracia. La estadística sólo es un dato, no un dogma. El nacionalismo se viste hoy de pacifista --ayer sus próceres eligieron hablar en español para amplificar su victimismo-- pero lleva demasiado tiempo practicando la segregación contra los que piensan distinto.
El viaje hacia el abismo no ha terminado. Acaba de empezar. El siguiente hito será un adelanto electoral para lograr la mayoría que necesitan para aprobar una declaración unilateral de independencia por parte del Parlament, instaurar quizás una frontera en Aragón e iniciar la incorporación de Valencia y Baleares a los Països Catalans. Muy épico, pero con un móvil bastante vulgar: saquear la caja de caudales con la que --todavía-- se financia la cohesión territorial. El Gobierno suspenderá la autonomía --derogada de facto por el Govern-- y quizás mande al ejército. Todo es posible. Es lo que tiene actuar tarde y mal: no hay tiempo para matices. Y, sin embargo, estos augurios no son lo peor que nos espera. Lo espantoso es lo que ayer pudimos ver en Barcelona: hordas que no defendían la verdadera democracia --el derecho de TODOS a decidir con garantías--, sino que disfrazaban con ropajes pseudo-democráticos lo que desde el primer día es un golpe de Estado cerril y batasuno. Una pantomima tamaño XL.