A escasas horas del 1 de octubre, Cataluña está sin gobierno, instalada en tierra de nadie, en un erial desolado. No tenemos president de la Generalitat, aunque eso, bien mirado, poco importa, porque para lo que hacía en el cargo el orate de Puigdemont casi resulta mejor que nadie maneje mi barca --que es la de todos--, ya que si de lo que se trata es de irse a pique y ahogarse ya nos las pintamos solitos sin necesidad de ayuda. Tampoco tenemos vicepresidente, pues Oriol Junqueras, que sigue lost in action y sólo asoma para destilar algún moco y el consabido sollozo, se mantiene de perfil, no vaya a ser que lo divisen en lontananza y lo inhabiliten antes de tiempo. En lo que al Parlament se refiere, ahí está, clausurado por traslado tras las infames sesiones en que se aprobaron la Ley del Referéndum y la Ley de Transitoriedad Jurídica: ¿Para qué gastar luz, teléfono y papel higiénico si estamos de alegre mudanza, en tránsito entre un Estado fascista y un mundo nuevo, luminoso y mejor? Además, no me negarán ustedes que da gusto ver a Carme Forcadell en su salsa, como la gran comisaria política que es, enervando a la parroquia a golpe de soflama patriótica.
La democracia en nuestra triste Cataluña, amigos, se ha ido al garete, ha sido dinamitada por los plutócratas que detentaban la vara de mando (gracias, Artur Mas, ahora vamos y corremos todos a depositar la calderilla que no nos sobra para que no pierdas tu nivel de vida), esa casta de chorrotropecientos apellidos catalanes --el govern dels millors--, que no contenta con mangonear y hacer y deshacer a su antojo, optó por la cleptocracia del 3%, el nepotismo impúdico y el clientelismo desaforado, y que ahora, cuando todas sus vergüenzas son aireadas, cuando se sabe acorralada, cuando ya no hay lugar en el que esconderse, cuando se le piden cuentas de su desgobierno y nefasta política, delega responsabilidad y poder en la última línea de defensa que le queda siempre al oligarca miserable: la muchedumbre --que no el pueblo, o la variopinta multitud--, la turba vociferante alimentada por falsas y vacuas promesas, enardecida por falsos agravios, despertada en la hora más baja de su instinto étnico y de su sentimiento supremacista, a base de arengas incendiarias y tópicos exordios.
Polibio, el gran historiador griego, dibujó de modo sublime lo que es la oclocracia, la vocinglera atronadora de indocumentados, diletantes y demagogos; la entropía y la gangrena de todo lo que es sano, bueno y justo, calificándola como el peor de todos los sistemas políticos. Siglos más tarde Jean-Jacques Rousseau --en El contrato social-- la definió como la degeneración de la democracia, por apelar a la irracionalidad emocional, al fanatismo y al sentimiento diferencial exacerbado, que se apropia, a tal fin, de la información y la enseñanza como método de manipulación del ánimo.
Serrat es un fascista y Otegi un héroe; niños abandonan sus aulas y son llevados como corderitos a cantar alegres e inclusivas canciones de independencia y quiméricos países catalanes ante las fuerzas del orden público
Cataluña es ahora mismo pura oclocracia. Serrat es un fascista y Otegi un héroe; niños que no levantan más de tres palmos abandonan sus aulas, llenas de propaganda y carteles del 1-O, y son llevados como corderitos a cantar alegres e inclusivas canciones de independencia y quiméricos países catalanes ante las fuerzas del orden público; los alcaldes enarbolan sus varas de cacique y se niegan a declarar ante los fiscales, a los que no reconocen autoridad alguna; la televisión pública y la prensa subvencionada por el régimen se pasa su código deontológico --¿lo tuvieron alguna vez?-- por el arco de triunfo; la policía autonómica ya no sabe a quién obedecer; la CUP incita al mambo e invita a miles de jóvenes adoctrinados --pijitos de casa bien, tiernas víctimas de la represión del Estado, auténticos indigentes intelectuales-- a hacerse selfies históricas con el último modelo de iPhone, mientras saltan alborozados sobre los vehículos de la Guardia Civil; los payeses, para no ser menos, movilizan sus tractores para bloquear todo lo bloqueable, en vez de esperfollar panochas al estilo murciano y abonar sus campos; se llama a la desobediencia colectiva; se amenaza a los partidos de la oposición y a los alcaldes que se niegan a ceder centros de votación, y de la mañana a la noche todo es intoxicación.
Oclocracia. La máxima perversión de la democracia.
Lo que está ocurriendo en Cataluña ahora mismo está destinado a pasar a las páginas del Gran Libro de la Infamia Universal. Han llegado los bárbaros de Cavafis, y ya nadie gobierna ni legisla, ni se preocupa de lo que es bueno, justo y razonable; Dios no existe --eso afirmaría Dostoyevski si escribiera ahora Los hermanos Karamazov en nuestro país-- y todo está permitido.
De poder girar sobre nuestros talones trecientos sesenta grados en la cima de una montaña, y abarcar Cataluña en toda su extensión de un vistazo, se diría que estamos al borde de una guerra.
De poder girar sobre nuestros talones trecientos sesenta grados en la cima de una montaña, y abarcar Cataluña en toda su extensión de un vistazo, se diría que estamos al borde de una guerra
Acabe como acabe este conflicto, todos saldremos maltrechos, tocados, jodidos para siempre. Se lo dije en 2012, cuando todo empezaba, a un queridísimo amigo con el que ya apenas me veo: aquí no habrá vencedores ni vencidos, sólo fractura, distancia y un abismo infranqueable entre unos y otros. Nada lo define mejor que el verso del sublime poeta francés Louis Aragon: "Como un tejido desgarrado, vivimos juntos separados".
No sé qué ocurrirá el 1 de octubre. No quiero ni pensar en ello.
Sólo espero que los responsables de esta locura, con nombres y apellidos, lo paguen muy caro, carísimo.
Con todas las de la ley.