Cuando algunos se proponen explicar las causas de la estampida separatista, o sea del prusés, mencionan siempre “la sentencia del Estatut”, en vez de leer detenidamente Trenes llenos de psiquiatras, artículo al que hubieran debido seguir –pero me daba tanta pereza— otros cinco o seis profundizando en el análisis psicopatológico del narcisismo de una burguesía herida por la crisis económica, a partir de las penetrantes observaciones de Lacan sobre el goce: para que éste sea pleno, es preciso que el otro no tenga acceso a él; de ahí que tantos narcisos de nuestra región detesten el “café para todos”. ¿Para todos? ¿Y para qué quiero yo algo que tienen todos? No, no: café ristretto Lavazza para mí y los míos; a los demás, achicoria.
Es como poseer un Mercedes Benz: se disfruta mucho, hasta que resulta que todos los cuñados se han comprado un coche igual. A la m… el Mercedes… Es el momento de circular en bicicleta.
El prusés, como ya han señalado algunos analistas, es consecuencia perversa de dos causas fundamentales: una, la insatisfacción general que produjo la crisis económica, el estallido de la burbuja inmobiliaria, la corrupción, el desempleo, el empobrecimiento general de la sociedad; en el resto de España esa insatisfacción o indignación cristalizó en el movimiento del 15M y el nacimiento de Podemos; en Cataluña asestó una grave herida al narcisismo nacional supremacista de una sociedad, narcisismo que –y ésta es la otra causa-motor del prusés— ha sido larga y sistemáticamente alimentado durante décadas de adoctrinamiento por tierra, mar y aire, desde el parvulario hasta la universidad, para la Formación de un Espíritu Nacional. Con la sustanciosa contribución del éxito económico y las victorias del Barça. Si algo bueno ha tenido el prusés ha sido mostrarnos lo extraordinariamente sencillo que es, teniendo tiempo por delante, ir formando, o formateando, la maleable mentalidad de una masa obediente y adecuadamente gregaria.
Salvo a Pasqual Maragall y a su camarilla, el Estatut no le interesaba prácticamente a nadie; no había un clamor popular que lo reclamase; se lo sacó Maragall como un naipe de la manga para que ERC le dejase gobernar el 'tripartit'
Todo esto ya lo he dicho por activa y por pasiva. Pero no sé para qué me empeño en razonar, para qué insisto, con la máxima humildad y acierto, en diagnosticar lo que sucede, si tú en vez de leerme con atención te empeñas en situar la herida narcisista en “la sentencia del Estatut”: en la terrible, la ignominiosa afrenta de que el PP recogiese en algunas mesas petitorias firmas contra el Estatut, y en que un tribunal superior, concebido, entre otras funciones, precisamente para velar por la legitimidad de las normas nuevas autonómicas o municipales, corrigiese el texto en algunos extremos ciertamente conflictivos –conflictividad nada extraña, teniendo en cuenta quién lo redactó, y para complacer a quiénes—.
Salvo a Pasqual Maragall y a su camarilla, el Estatut no le interesaba prácticamente a nadie; no había un clamor popular que lo reclamase; se lo sacó Maragall como un naipe de la manga para que ERC le dejase gobernar el tripartit; y sólo mediante severa presión sobre la ciudadanía se logró que lo votase un número más o menos aceptable de ciudadanos, que ni siquiera sabía qué cambios introducía el nuevo texto. La gente se encogía de hombros de forma tan ostentosa que el señor Joan Saura se inventó un Bus del Estatut para circular por toda la región difundiendo la buena nueva, como Trotski en el tren. Daba alipori.
Una cláusula comprometía a todos los firmantes a negarse a cualquier pacto de gobierno o acuerdo de legislatura con el PP, tanto en Cataluña como en toda España
Pero tú –y no sólo tú—, contumaz en el error, insistes en que las firmas del PP y la sentencia del Constitucional, que le dio vía libre tras depurarlo de sus excesos, fueron afrentas intolerables, y casus belli, y el Big Bang del prusés. Lamento decir que por más que repitas ese mantra, no dejará de ser falso. Aunque para las mentalidades convenientemente adoctrinadas durante décadas es fácil, desde luego, considerar que cualquier nimiedad es un agravio humillante. Recuérdese, por ejemplo, que convertir la homogeneización europeísta de las matrículas de los automóviles en una muestra de totalitarismo recentralizador sólo requirió diez editoriales y cien artículos en los medios de formación de masas generosamente regados con dinero público.
Un último apunte: ya en el primer artículo del pacto del Tinell (2004), que es la base para la redacción del Estatut, una cláusula comprometía a todos los firmantes a negarse a cualquier pacto de gobierno o acuerdo de legislatura con el PP, tanto en Cataluña como en toda España. Por más que te disguste el PP, habrás de admitir que hay algo sectario y muy poco democrático en cerrarle la puerta en las narices al partido mayoritario en España (a la sazón en el Gobierno y con mayoría absoluta) a la hora de confeccionar un guiso (el Estatut) potencialmente indigesto y sospechoso, y luego exigirle que se lo coma sin rechistar. Bueno, pues si estás de acuerdo con ello, la próxima vez que menciones el Estatut te ruego que menciones también el Tinell.