La universidad se ha convertido en un gran negocio. Lo es, en primer lugar, para quienes se dedican a la industria de la docencia en serie, que, como cualquier otra actividad económica, busca maximizar sus beneficios. Pero también es una ocupación rentable en términos de imagen para los políticos huérfanos de ideas, como Susana Díaz, la presidenta de Andalucía, que hace unas semanas se sacó de la manga una sorprendente propuesta para convertir en gratuitas las matriculaciones de los universitarios que hayan aprobado alguna asignatura del curso anterior. La medida, incluida como idea estrella del nuevo programa de gobierno de la jefa de la Junta, que llega dos años después de tomar posesión y tras perder las primarias del PSOE, se presenta como una iniciativa en favor de la igualdad de oportunidades.
Nos atrevemos a ponerlo en duda: la bonificación que quiere aplicarse el próximo curso es universal, sin corrección en función de la renta familiar. Un trato idéntico entre desiguales no es igualitario, sino sencillamente caprichoso. Los socialistas andaluces, incapaces de disminuir el paro juvenil, piensan que la mejor fórmula para disimular el fracaso de sus políticas de empleo es convertir las academias en institutos. Nada extraño: hay que tener en cuenta que durante la era Chaves decidieron abrir una universidad en cada provincia, en ocasiones con costes presupuestarios (fijos) bastante superiores a los que implicaría la más generosa política de becas del mundo. Esta red universitaria meridional, que no fue diseñada en función de una especialización por materias, sino que simplemente era un tributo que el poder autonómico pagaba a las distintas tribus provinciales, ha creado empleo público pero al mismo tiempo ha ido diluyendo los escasos recursos dedicados a la investigación.
Un trato idéntico entre desiguales no es igualitario, sino sencillamente caprichoso
Andalucía tiene más universitarios que antes, pero muchas titulaciones empiezan a notar un bajón en las matrículas a pesar de que, según las estadísticas, el número de alumnos universitarios todavía queda lejos de la media de la OCDE. Que haya más universitarios no quiere decir que éstos sean mejores. Tampoco significa que salgan mejor preparados de las aulas, donde el ejercicio profesional continúa siendo la eterna asignatura pendiente. La evaluación de los resultados, además, como casi todo lo que tiene que ver la universidad, tiende a la endogamia. Las críticas no son bienvenidas entre quienes evalúan a los demás.
Es evidente que las matriculaciones gratuitas tendrán un beneficio social inmediato para las familias con escasos recursos económicos. Estudiar en Cataluña es muchísimo más caro que hacerlo en Andalucía. La pregunta clave que deberíamos hacernos, sin embargo, es otra: ¿Es mejor? Paradójicamente es justo la cuestión a la que no quiere responder el Gobierno andaluz. Le resulta más sencillo presentar como una gesta política la demagogia de premiar los simples aprobados, en lugar de la excelencia. Hasta ahora un alumno necesitaba un rendimiento superior a la media --una matrícula de honor-- o encontrarse en una situación de equilibrio entre sus recursos económicos y sus resultados académicos --las becas-- para lograr una bonificación en los precios. Ambas fórmulas fomentan el esfuerzo personal.
¿Tiene sentido que un autónomo con una facturación de subsistencia abone --vía impuestos-- los estudios del hijo de un alto funcionario o de un empresario?
Con la nueva medida, cuyo coste se estima en 30 millones de euros, bastará con un cinco para que todos los contribuyentes --tengan hijos o no-- asuman con sus impuestos la generosidad peronista del susanato que gobierna Andalucía. ¿Tiene sentido que un autónomo con una facturación de subsistencia abone --vía impuestos-- los estudios del hijo de un alto funcionario o de un empresario? Desde luego que no. La Junta, sin embargo, no quiere hacerse esta pregunta. Ha decidido que es mejor pagar (con el dinero de todos) una política efectista, que le garantiza titulares, en lugar de invertir los recursos disponibles en verdaderos programas de empleo y en planes de creación de empresas. Las universidades andaluzas, a las que la Junta adeuda 278 millones de euros, y cuyo sistema de financiación no responde a sus necesidades, están siendo utilizadas por Díaz como un obsceno abrevadero político. Los rectores no rechistan. La autonomía de la academia es historia. Hace cincuenta años estudiar era un lujo. Después se convirtió en un derecho. Ahora es un pasatiempo para que la Querida Presidenta se haga perdonar los dos años que lleva sin dedicarle atención a Andalucía.