Fue en un café del East End madrileño, no en Castellana. En uno de esos cafés, modelo Partisan Coffee House, en los puede discutirse de temas teóricos, jugar al ajedrez, tomar porras a mansalva y celebrar reuniones de castigo como se hacía en la época anterior a la pérdida de la inocencia. Después de varios días de Tramabús, Íñigo Errejón perdía el altavoz de Carme Barceló en la SER. El muecín postmarxista pasaba a ser un juguete roto, tras los vaivenes ideológicos del profesor Juan Carlos Monedero que manda sin sutilezas en el equipo de Pablo Iglesias, como lo hacía Manolo Sacristán en el PSUC de Guti. Que nadie se confunda: los ideólogos en la sombra aplican la mano de hierro sin perder nunca el aspecto de santurrones.
El precio del izquierdismo no es el dogma, es la guillotina. Un día, adiós a Errejón y, al día siguiente, moción de censura sin avisar ni pactar con nadie. ¿Con qué objetivo? Mantener alto el ánimo de la tropa. Empieza a ser cansino que Pablo Iglesias dé lecciones de izquierda a todo quisqui cuando él no pasa de ser un vociferante y levantisco complutense. Da auténtica pena ver cómo se pierde en escenas de tresillo progre mientras otros representantes de la nueva política cumplen con los rigores de la agenda legislativa. Y no es que sean un primor los señores de C's, pero afrontan con rigor el tajo parlamentario.
Uno se cansa de tanto chambergo y blue gin de cintura baja, y quizá advirtiendo su manierismo indumentario, el día de anunciar la moción que nace muerta, Pablo se puso americana para marchar al frente de su troupe adocenada (Xavier Domènech, háztelo mirar). Iba con el ceño prieto, como si recitara tremebundo “el día en que los cielos se caían / la hora en la que los cimientos de la tierra se esfumaron” (A. E. Housman). El partido disruptivo de la España de Rajoy se pasa la vida de gira y haciendo bolos.
Mientras Rajoy visita ultramar, la camada pepera más corrupta de la historia se derrumba vencida sobre la espalda de Saénz de Santamaría. Pero no hay oposición: el PSOE languidece, C's analiza, y Podemos, que ha descubierto el mundo del espectáculo, se funde la semanada en las barras haciendo de gauche caviar. A Iglesias se le pone la cara del Cohn Bendit maduro celebrando una soirée con los verdes, en el sótano de la Universidad de Frankfurt. El día que vuelva sobre el tiempo perdido no habrá visillos de tul ni magdalenas; solo churros, partidas de mus y recuerdos borrosos.
En La cafetera de Radiocable, Iglesias promete que si PSOE y Ciudadanos "asumen trabajar" con Podemos para hacer triunfar la moción de censura, que sean estas fuerzas políticas quienes "planteen los candidatos que quieran". "Eso para nosotros no va a ser un problema". Siempre es lo mismo: “Yo tiro la piedra y les perdono la vida a mis posibles acompañantes”. Después desaparezco como lo que soy: una hipérbole de la pasión política. LSD tout de suite!, gritaban los chicos del Mayo. Pero no, la política es siempre decisión condicionada, acción en contexto. A la praxis le corresponde ampliar el margen de lo posible; no todo está regido por la necesidad, y menos por la necesidad apremiante de sobresalir. Iglesias no se ha enterado de que los ciudadanos reclaman reglas, distancia y señorío (no la sobradez de Rafa Hernando, por supuesto). Y quieren que de ahí, de la dialéctica ordenada, emerjan las iniciativas.
Iglesias no se ha enterado de que los ciudadanos reclaman reglas, distancia y señorío. Y quieren que de ahí, de la dialéctica ordenada, emerjan las iniciativas
El Madrid de Iglesias y Monedero, como le pasó a la Atenas de Syriza, acabará siendo pasto del turismo revolucionario como los Weathermen de Estados Unidos --tomaron el nombre de una canción de Dylan-- o la Bolivia de Regis Debray después de la muerte de Guevara. Madrid tiene un poco de cada una de las ciudades invisibles que Kublai Kan le contó imaginariamente a Italo Calvino antes de morir el gran escritor en su terraza romana de Campo Marzio. La magia juega a favor de Iglesias aunque el hombre sea anti-euro en la mejor tradición del populismo procaz de las respectivas extremas izquierda y derecha. Podemos se esfuerza por romper el consenso estético; nos recuerda la mequetrefada de que está “prohibido prohibir” sabiendo que es de un reiteración inmisericorde, pero pensando tal vez que la repetición es sabia. Sin embargo, ya no estamos en el momento de las grandes brechas y mucho menos en el pensamiento económico, como ocurrió en la etapa de Galbraith contra los economistas de la oferta o de Paul Baran y Paul Sweezy de la pequeña Monthly Review que mantuvo el rojerío el alto durante los peores años de la Guerra Fría.
Iglesias es de los que metaforizan la desgracia del mundo con Las uvas de la ira por no recurrir al El gran Gatsby, maximalismo de lo memorable edificado sobre la mentira. No le gusta hablar del New Deal que podría haber superado las grandes divisiones de renta en nuestro modelo, porque a él le aguarda la arquitectura de una sociedad igualitaria y libre, algo tan engañoso como los sindicatos de estiba en los mueles de carga. En sus manos, la moción de censura ha dejado de ser un imperativo ético y político para cambiar a un gobierno ensimismado con la corrupción. Se ha convertido en una simple performance de bajo perfil, lo que mejor describe al tendero, al ilustrado que vende ideas a cambio de una permanencia estéril.
Iglesias se forjó entre las aulas y el East End capitalino; conoce la trinchera contra una guardia con pistolas de agua. Presume de conocer los infiernos gracias a sus lecturas de Gramsci; vive de nuestra paciencia y de la estética de su poder más bien menguante y, por lo visto, ha decidido depositar su arte en el gueto pequeño-burgués de las expectativas exangües.