Dos empresarios coleccionistas de arte: el publicista Lluís Bassat y el farmacéutico Antoni Vila Casas expresan, el primero, la presencia, frente al mecenazgo cóncavo y caprichoso del segundo; el agobio frente al sosiego; el contingente líquido frente a la piedra; la modernidad pastosa frente a la sobradez de las raíces; el anhelo de un parvenu, que ha cosechado el éxito, frente al burgués añejo, obsolescente, emboscado y lúcido.
Bassat es globalizador y Vila Casas es simplemente global; sus perfiles ideológicos son los del timorato reformista convergente frente a un indepe radical, porque yo lo valgo. De hecho, Vila Casas es uno de los dos únicos empresarios catalanes que confiesan su independentismo sin rodeos; el otro es Lluís Carulla (Agrolimen) que por autoridad desborda a su hermano, el mediatinta, Artur. No son los únicos, claro, pero sí los que mejor lucen significado, porque para ser industrial independentista hay que blindarse tras una fortuna o pertenecer a la segunda o tercera generación de un patrimonio de dilución imposible.
El publicista ha instalado en la Nau Gaudí de Mataró un fragmento de su colección de arte, una de las más representativas de la segunda mitad del siglo XX. Muestra a Jim Bird, Perejaume, Josep Maria Codina, Joan Cruspinera, Lluís Lleó o Pla-Narbona, además de un total de 24 esculturas entre la que destacan obras de Joan Brossa, Xavier Corberó, Joan Miró o Henry Moore. Bassat es el impacto frente a Vila Casas, que ha destinado sus escenarios --Espai Volart, Can Framis o Palau Solterra (Torelló)-- a la promoción de nuevos creadores.
Bassat amasa, Vila Casas desbroza. Ambos forman una unidad que se asemeja a otros fondos de arte catalanes actuales como el que legó Folch Rusiñol sobre los barandales de Pedralbes o el de Pepe Sunyol, distribuido entre su fundación de Paseo de Gracia y su vivienda, obra de Sert. En los dolores de parto del siglo XXI, la portentosa colección Plandiura de 1900 ha desaparecido en la diáspora y otras, como la de Cambó, remolonea entre el ático ajardinado de Vía Layetana y las donaciones sucesivas de la longeva hija del político regionalista.
Bassat es prospectivo y paciente; Vila Casas arrebatado. Si fueran políticos, el primero sería Roca y el segundo, Mas. Sus perfiles ideológicos son los del timorato reformista convergente frente a un indepe radical
En El retorn dels Bassat, Vicenç Villatoro recopila la vida del publicista, su judaísmo vocacional y su humanismo fuera de la sinagoga. Elabora una biografía que pasa por Sofía o Estambul y que anida en Barcelona la ciudad libre de amarres para los hijos de Sefarad. Su familia, entroncada con Albert Cohen y Elias Canetti, salió de Trieste con Umberto Saba, el poeta hermético y librero perseguido. Y solo después de las dos guerras (la Civil y la Mundial) fue olvidando las listas y las deportaciones. Llegaron los años del esfuerzo; Lluís empezó vendiendo televisores a puerta fría, anunció las cuchillas de Filomatic, la empresa familiar, acechó al gigante mundial Gillette y consiguió asociarse con David Ogilvy, el auténtico rey de Madison Avenue.
Vila Casas, descendiente de una dinastía textil, es el farmacéutico que inventó el aceclofenaco, un antiinflamatorio sin efecto gastrocorrosivo. Vendió su laboratorio a los Gallardo para dedicarse al arte; es un coleccionador y animador de artistas nacidos después de 1950. Se alejó conscientemente de las vanguardias para sumergirse en el figurativo. Destaca su formación ignaciana y cree firmemente en la ligazón entre artista y el conocedor siguiendo el ejemplo inconfundible del dúo que han formado Jaume Plensa y Toni Tàpies. Pertenece a la lista selecta de los farmacéuticos que sembraron en Barcelona el gusto por el Art Decó y los jardines de Forestier. Desciende simbólicamente de Salvador Andreu, hacedor del Tibidabo y embellecedor de la alta Barcelona --más allá de la Finca Güell--, de la mano de Nicolau Rubió i Tudurí, aquel director de Parques y Jardines, que le dio a la ciudad el sello de la Escuela de Bellos Oficios de la Mancomunitat. Vila Casas ama la belleza; procede del cruce entre la industria química y la arquitectura, uno de los encuentros más fecundos bajo la sombra de Cataluña, un país estético y devastado.
Bassat es prospectivo y paciente; Vila Casas arrebatado. Si fueran políticos, el primero sería Roca y el segundo, Mas. Lluís es hijo de un Bassat sefardí y de una Cohen. Su apellido materno tiene herencias romaniotas, la pista familiar de origen bizantino que recaló en Corfú, donde el publicista recuerda a sus ancestros hablando un dialecto del Véneto. Bassat y Vila Casas no coordinan sus estrategias, pero ambos luchan contra la desmemoria y la intolerancia. Son lo contrario del analfabeto orgulloso que habita la Casa Blanca y se deslindan del principio "silencio y que se pudran" tan propio de Mariano Rajoy.
Ambos coleccionistas rezan cada mañana sin proponérselo el argumento que dice "la memoria nos provenga" y saben que mientras sus vecinos no se desmoralicen, el Estado nunca resultará un invento fallido. Se reconocen como ciudadanos. El publicista es ampuloso y menesteroso, complejo y arbóreo en el camino de su genealogía; Vila Casas es ontológico, se sabe existir, utiliza la navaja de Ockham para desbrozar el camino más recto.
Bassat vive en la Cataluña-país, la misma que inventó Jordi Pujol, un brujo de manos largas y destino proteico. Vila Casas, por su parte, es un hombre de la Cataluña-Ciutat; rememora a Prat de la Riba, pero busca más adentro hasta perderse en una espesura sin claro del bosque.