La reforma laboral del PP (Real Decreto-ley 3/2012, de 10 de febrero) tenía cuatro objetivos declarados y uno invisible. Los primeros eran incrementar la empleabilidad de los trabajadores, fomentar la contratación indefinida, incentivar la flexibilidad interna de las empresas y reducir la dualidad del mercado laboral. El segundo pretendía conseguir la devaluación interna. En otras palabras, a través de la legislación laboral, facilitar a las empresas la reducción de los salarios de sus trabajadores. Si así lo conseguían, aumentarían su competitividad, el país mejoraría las exportaciones y también el crecimiento económico.

En relación a los cuatro objetivos explícitos, la reforma laboral ha fracasado estrepitosamente. La mejora de la empleabilidad depende esencialmente del éxito de las políticas activas de empleo y secundariamente del de las agencias estatales y privadas de colocación. En lo que respecta a las primeras, el Gobierno del PP no ha adoptado ninguna iniciativa relevante en los últimos cinco años.

La reforma laboral ha fracasado estrepitosamente en sus objetivos explícitos y ha triunfado espectacularmente en la reducción de los salarios 

Dichas políticas deberían permitir a los trabajadores sin formación específica disponer de una especialización y dotarles de una de elevada demanda, a los que poseen otra escasamente solicitada por el mercado. No podemos aspirar a que aquellas convierten a cualquier desempleado en experto en nuevas tecnologías, pero si a un camarero en cocinero o a un peón de la construcción en electricista.

La reforma incentiva la generación de empleo estable principalmente a través de un nuevo tipo de contrato indefinido y de distintos incentivos fiscales. El primero supone la vuelta de los aprendices al mercado laboral, pues permite a los autónomos y las pymes tener un trabajador durante un año en período de prueba sin necesidad de abonarle indemnización alguna si, después de un máximo de doce meses, deciden prescindir de sus servicios. La influencia de ambas medidas ha sido escasa. Así, en enero de 2012, en un período de intensa crisis, el 7,31% de los contratos firmados fueron indefinidos. En cambio, en enero de 2017, en plena recuperación, solo llegaron al 9,19%. Una diferencia insignificante.

 

 

Continúa la polémica en torno a la derogación de la reforma laboral / EP

Para evitar el despido de trabajadores, la reforma laboral concede a las empresas un conjunto de facilidades para bajarles el salario y cambiarles las condiciones de trabajo de forma unilateral. Es lo que se conoce técnicamente como flexibilidad interna. Entre las primeras medidas, cabe destacar la prioridad de los convenios de empresa sobre los sectoriales, una mayor facilidad para no aplicar el convenio de ámbito superior (los denominados descuelgues) y la limitación a un año de la extensión de los convenios cuya vigencia ha expirado.

Este último aspecto constituye en ocasiones una auténtica espada de Damocles sobre los trabajadores, pues lleva a sus representantes a una desagradable disyuntiva: aceptar una propuesta de la empresa, que comporta la pérdida de derechos conseguidos desde hace tiempo, o rechazarla y empeorar aún más, al pasar a aplicárseles el convenio sectorial o el Estatuto de los Trabajadores.

La reducción de la dualidad del mercado de trabajo no pretendía trasladar los derechos de los asalariados fijos a los temporales, sino despojar a los primeros de una sustancial parte de la seguridad que tenían

A diferencia de lo que algunos creen, ni las anteriores medidas, ni cualquier otra regulación laboral, permiten la creación de puestos de trabajo en una coyuntura recesiva. En cambio, una normativa más flexible en materia de contratación y despido (baja protección al empleo) proporciona una mayor creación de ocupación en una coyuntura expansiva y una más elevada destrucción en una recesiva. Con la anterior legislación laboral, el número de empleos creados entre 2014 y 2016 hubiera sido inferior a los 1.372.900 generados, aunque su calidad hubiera sido superior. Exactamente lo contrario de lo sucedido en 2012. En dicho año, la destrucción fue de 813.600, notablemente más elevada que los 521.900 de 2011.

La reducción de la dualidad del mercado de trabajo no pretendía trasladar los derechos de los asalariados fijos a los temporales, sino despojar a los primeros de una sustancial parte de la seguridad que tenían. Ésta provenía principalmente de lo caro que resultaba despedirlos, si el despido era considerado improcedente: 45 días por año trabajado, con una percepción máxima de 42 mensualidades.

Para rebajar la indemnización pagada por la empresa, la principal novedad de la reforma fue la conversión de despidos objetivos improcedentes en procedentes. Así, solo que la empresa tuviera una disminución de ingresos durante tres trimestres consecutivos, la indemnización bajaba a 20 días por año trabajado, con una percepción máxima de 12 mensualidades. A pesar de ello, el impulso de la contratación indefinida en relación a la temporal ha sido escaso. En el ejercicio de 2016, la primera creció a un ritmo del 1,52% por un 5,9% de la segunda. Nada ver que con las cifras de 2007, último año de expansión económica antes de la reforma laboral de 2012. En dicho ejercicio, el empleo indefinido aumentó en un 6,98% y el temporal descendió en un 6,29%.

En definitiva, la reforma laboral ha fracasado estrepitosamente en sus objetivos explícitos y ha triunfado espectacularmente en la reducción de los salarios. Ambos motivos la hacen merecedora de su derogación. No obstante, el principal para acabar con ella es el nuevo tipo de trabajo que ha generado: el miserable. Quién lo tiene, no puede vivir dignamente con lo que gana. ¡No podemos ni debemos volver al siglo XIX!