La víspera de Nochevieja pudimos ver por la tele dos mensajes antitéticos. Al mediodía, el que lanzaba a toda España el registrador de propiedad pontevedrés, y por la noche, el hijo del pastelero de Amer al urbi et orbe de Cataluña. Rajoy, que no habrá referéndum, y Puigdemont, que lo habrá legal y vinculante. Ambos discursos son líneas paralelas que, como fija la geometría, no convergen porque son líneas hasta el infinito.
Como no estoy en la sesera de Puigdemont, desconozco si el envite es chulería para contentar a la banda de Anna Gabriel, que tiene la ambición de ser inhabilitado una temporada para detentar cargo público; un cabezudo que vive en un mundo imaginario en el que confunde con gigantes los molinos de viento de Campo de Criptana; un kamikaze del iluminado general Hideki Tojo, bajo las órdenes del emperador del país del sol naciente; o, simplemente, un niño que confunde el deseo con la realidad.
La porfía me recuerda a la lucha entre David y Goliat. En la leyenda del Antiguo Testamento venció el pequeño contra el gigante pero que no se me vayan arriba los separatas ya que la historia del pueblo elegido por Dios es falsa no sólo por la puntería lanzando la honda, sino porque tenía como socio invencible la fuerza de Yahvé. Puigdemont la única fuerza que tiene es la de Mas, Junqueras y la Forcadell, que ya está en capilla...
Los intelectuales del procés ya no plantean que desatascar el conflicto irresoluble tendrá que llegar de las superiores instancias europeas porque ya ha quedado claro que Bruselas no va a interferir en los asuntos internos de los Estados miembros. España no es Kosovo sino el cuarto con más PIB del club europeo. Hoy sólo lo plantean los papanatas, los indocumentados y los papagayos que repiten hasta el eco.
Los intelectuales del procés ya no plantean que desatascar el conflicto irresoluble tendrá que llegar de las superiores instancias europeas porque ya ha quedado claro que Bruselas no va a interferir en los asuntos internos de los Estados miembros
Percibo que a los hijos de la ANC les ha entrado el mismo tembleque que a mí pensando en que el 20 de enero Donald Trump recibirá las llaves de la casa Blanca de manos de Barack Obama. ¡Cuánto, y para mal, ha cambiado el mundo en los últimos ocho años!
Yo también estoy preocupado porque, quisiera equivocarme, el mundo puede ser un caos en los próximos años porque un hombre con la mentalidad del magnate norteamericano es para hacer aborrecer el sistema democrático, como cuando Hitler consiguió ganar las elecciones en la desesperada Alemania de los años 30.
Los fantasmas del pasado siempre vuelven aunque sea disfrazados con otro ropaje como el Papá Noel de Estambul en la sangrienta madrugada de año nuevo.
Pero mi temor es, a Dios gracias, de otro cariz que el de los hijos de la Forcadell. El de ellos es porque, ante todas las turbulencias que amenazan procedentes en esta combinación astral explosiva de Trump-Putin-yihadismo, nadie que no esté majara desea una implosión interna de Europa en todos sus flancos: al norte, los flamencos; al sur, Cataluña y País Vasco, Padania y el Veneto; en el oeste, Escocia; y al este los húngaros de Transilvania... Cuando se cae una ficha del dominó, se arrastran otras.
Con razón la revista estadounidense Político colocaba a Carles Puigdemont sexto entre los doce políticos que en el nuevo año podían arruinar Europa. El hijo del pastelero de Amer nunca se había imaginado semejante reconocimiento internacional. Es la semilla de Cocoliso.
Negros nubarrones de sangre y ceniza penden en el cielo de 2017 en el que lo único seguro es que Cataluña no se separará de España y que a mí no me tocará nunca el invento de La Grossa de Nochevieja. Ambas cosas son igual de seguras.