Una tarde de otoño de hace unos años, el prestigioso antropólogo Salvador Rodríguez Becerra impartía una conferencia sobre la religiosidad en una comarca del sur. Llegó el momento de referirse a las devociones del pueblo donde nos encontrábamos, y una mujer de avanzada edad prorrumpió: "¡Santa Bárbara, santa y mártir!". Y el público la premió con un largo y sonoro aplauso. Después, durante el resto de la tarde, nada fue igual. Mientras unos y unas se intercambiaban sonrisas de santa adhesión, otros y otras guardaban un discreto silencio ante la avasalladora devoción identitaria de muchos lugareños.
Se podrá calificar esa expresión religiosa como un comportamiento propio de la España profunda. Nunca he entendido bien qué significa este término tan peyorativo y cargado de tintes retrógrados y, lo más curioso, nunca he conseguido saber cuál sería su ubicación geográfica más representativa: ¿Las Hurdes? ¿Los Pedroches? ¿Babia? ¿Los Monegros? ¿El Andévalo? ¿el Berguedà?...
Cuando vi la imagen de Carme Forcadell brazo en alto y palmas extendidas --enseñando sus estigmas, mientras sus devotos gritaban como beatas en éxtasis a las puertas del tribunal--, pensé que bien podían ser esa actitud y aquellas escaleras las expresiones más emblemáticas de la España profunda. La Forcadell, otrora comisaria normalizadora, se había exhibido como una nueva versión de la santa en andas, a hombros de los Junqueras, Homs, Turull y otros angelotes de la corte estelada y cuatribarrada.
La Forcadell, otrora comisaria normalizadora, se exhibe como una nueva versión de la santa en andas, a hombros de los Junqueras, Homs, Turull y otros angelotes de la corte estelada y cuatribarrada
Al fervor carmelita de tanto nacionalcatalán y tanto progre reaccionarios --las redes arden en manifestaciones de solidaridad democrática (sic)--, se suma ahora el martirologio. Durante los siglos XVI y XVII se difundió ampliamente la descripción de los martirios sufridos por los santos cristianos. Los libros hagiográficos se divulgaron entre los lectores de todos los grupos sociales, sirviendo como propaganda de modelos virtuosos y sobre todo como incentivo para futuras vocaciones religiosas y adhesiones identitarias de proclamación católica.
Decía un presbítero catalán en un librito titulado La lectura espiritual (Balmes, 1941) que "si recogiésemos con todo esmero nuestros recuerdos personales, veríamos, con gran sorpresa, lo mucho que nosotros mismos debemos a la lectura de las vidas de los santos". E insistía en que la lectura de estos libros "es un gran socorro en nuestros combates y esfuerzos por el camino de la perfección". Aquellos jóvenes católicos y catalanistas de los años 40 y 50 entendieron muy bien que los santos mártires nacionales eran necesarios por muy ilegal o ridículo que fuese el sacrificio. Su hagiografía la escribirían ellos y solo ellos.
Para aquellos burguesitos --los Pujol, Galí, Cabana, Darder, Ariño, Benach, Vila Abadal...-- todo tenía un límite, y este empezaba donde terminaba la cama y la comida calientes, y el buen servicio de la criada. Las excepciones eran las excursiones con mosén Batlle. Hasta a los supervivientes de esa veterana y culta feligresía les ha molestado la comparación que en medios nacionalistas han hecho entre Forcadell y Jesucristo. El simbólico martirio de la presidenta no es ni remotamente asimilable a la crucifixión del mesías, porque aquella va de farol. Aunque eso sí, ninguno duda que el mejor camino de perfección espiritual sigue siendo el procés, el que sea.