En 2011 un reality estadounidense (cómo no), de la cadena Travel&Life, recogía el testimonio de una chica de veintiséis años adicta a comerse las cenizas de su difunto esposo. Tras la incineración, iba con ellas a todas partes y un día, por accidente, el recipiente se abrió y cayeron en su mano. No se le ocurrió otra cosa que lamerlas. Según ella, sabían a huevos podridos, a arena y a papel de lija, pero empezó a comer cada día un poco, hasta que llegó un momento en que se sintió "enganchada". Al ritmo que las consumía, seguro que hoy, cinco años después, ha dado buena cuenta de su marido, en sentido literal.
La Iglesia católica ha hecho pública su Instrucción Ad resurgendum cum Christo, acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación. La Iglesia no aceptó la incineración hasta 1963, y a fecha de hoy la considera una práctica brutal y antinatural, pero puede permitirse ya que, tal y como recoge la instrucción, "por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma". Teniendo en cuenta que la cremación del cadáver no toca el alma según la doctrina católica, no es impedimento para que la "omnipotencia divina" resucite el cuerpo. La instrucción es estricta, prohíbe a los católicos esparcir, dividir, guardar en casa las cenizas (salvo casos excepcionales) o crear joyas con ellas. Una de las razones que fundamentan estas prohibiciones es que mantener las cenizas en un cementerio o nicho en tierra consagrada puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares, evitando con ello el olvido que pueden sobrevenir pasada la primera generación, así como evitar las prácticas supersticiosas e incluso "la fusión con la Madre naturaleza", que condena expresamente. Sobre estas últimas existen varias iniciativas, laicas, por supuesto: el llamado "traje de entierro infinito", fabricado con una mezcla de hongos que descompone rápidamente el cadáver y limpia las toxinas con lo que no se contamina la tierra, ataúdes de cartón biodegradable, o depositar las cenizas en el lugar donde plantemos un árbol que al crecer, nos permitirá recordar a nuestro familiar y cargarnos de energía rodeándole con nuestros brazos.
La Iglesia prohíbe a los católicos esparcir, dividir, guardar en casa las cenizas de sus familiares fallecidos (salvo casos excepcionales) o crear joyas con ellas
La instrucción ha generado críticas, y muchos ciudadanos han expresado su rechazo a la actitud de la Iglesia; consideran que no tiene la autoridad suficiente para decidir en qué lugar deben depositar los restos de sus familiares y más cuando afirma que, si el difunto ha dispuesto la cremación y la dispersión de las cenizas en la naturaleza, deben negársele las exequias.
Es evidente que las conductas enfermizas como la de la joven estadounidense no solo repugnan sino que deben ser objeto de un buen estudio psiquiátrico. Cada uno deberá valorar si el hecho de que depositemos las cenizas de nuestros familiares en cementerios contribuye a que aquéllos sean más o menos olvidados. Lo cierto es que llevamos a nuestros muertos en el recuerdo, independientemente del lugar en que estén sus restos, y no pasa día en que un lugar, una conversación, un aroma o una canción nos hagan pensar en ellos y los sintamos cerca. Cantaba Serrat en Mediterráneo, "y a mí enterradme sin duelo, entre la playa y el cielo".