Desde los inicios de la Transición no asistíamos a la creación de tantos partidos nuevos y refundaciones de viejos. Para algunos este proceso responde a la máxima lampedusiana de cambiar para que todo siga igual. Sin embargo, en estos años de nombrar y renombrar se perciben comportamientos políticos similares a los vividos siglos atrás. Cuando los políticos se (re)organizan en un partido, ¿dicen ser lo que son? O, ¿se denominan por lo que carecen? No necesariamente están mintiendo a sabiendas, bien pueden vivir convencidos de que están en posesión de la verdad, como dijo Spinoza en su Ética: “Aquel que tiene una idea sabe, al mismo tiempo, que la tiene y no puede dudar de la verdad de la cosa”.
Pero si, como afirmaba Tomás de Aquino, la verdad “es la adecuación de la cosa al intelecto”, podríamos estar ante formas políticas de mentira. Desde el Renacimiento se enseñaba que había mentiras para sobrevivir, como el disimulo. Pero con un importante matiz, si honesto no era mentir, honesto si podía ser disimular. El disimulo se convirtió durante el Barroco en una forma muy extendida de no hacer ver las cosas como son, incluso se admitió que no era posible vivir sin "máscara", sin aparentar. Una representación de lo social que, siglos más tarde, Georges Santayana calificó como la imprescindible cutícula que todos los individuos o grupos utilizan en un momento u otro, para poder interaccionar y relacionarse.
Si trasladamos este apunte sobre la mentira y el disimulo al nombre de nuestros partidos políticos, constataremos cuánto de apariencia e, incluso, de falsedad hay en las denominaciones de estas agrupaciones. Si el adjetivo popular se asocia al pueblo como el común, entre los que se incluye los grupos más desfavorecidos, ¿es semánticamente representativo el PP? Sobre el ambiguo adjetivo “obrero” que sigue exponiendo el PSOE se han escrito muchas páginas, algunas para demostrar que es poco más que un farolillo de feria. IU es todo menos unida. Al revés ocurre con ERC que es todo menos izquierda, por su ideario supremacista. Con la misma exaltación de grandeza rayana en el totalitarismo, CDC fue en todo caso divergente y utilizó la democracia para fines bastante espurios, el desvergonzado anem per feina.
Como protesta al régimen pujolista y a toda su cohorte de cómplices surge en Cataluña C’s. Se trataba de reivindicar paradójicamente la ciudadanía de facto en su tierra, aunque estuviese reconocida (no necesariamente amparada) por la Constitución. Este cambio que introduce en el nombre una ilusión alcanza su máxima expresión con Podemos y su constante invocación de la gente, que ya no es ni popular, ni obrera y, quizás, ni ciudadana (del 78). Y le sigue una retahíla de denominaciones tan ambivalentes como confusas (Compromís, Bildu (reunirse), En Comú, En Marea…) Nombres que invocan conductas verosímiles con el fin de aparentar verdades necesarias.
El último episodio denominativo ha sido la designación de los viejos restos de CDC como el nuevo PDC. Abandonada la falacia convergente se siguen agarrando al adjetivo demócrata para amparar sus acciones políticas --cómo no-- desde la exclusividad. Es decir, si ellos se denominan así es para restarle ese reconocimiento al resto de adversarios. Parece un buen final para un triste presente, el dime de lo que alardeas para saber de qué careces.