Todo empezó con la mayoría absoluta de Aznar…
Hace apenas diez años una encuesta de La Vanguardia revelaba que sólo el 28% de los catalanes concebía Cataluña como una nación, el 25% opinaba que tenía una personalidad diferenciada y nada menos que el 46% la consideraba una región más de España. El dato no deja de resultar significativo teniendo en cuenta que en aquel entonces se estaba fraguando un nuevo Estatut basado principalmente en la concepción jurídica de Cataluña como nación, concepción que los nacionalistas pretenden esgrimir ahora como licencia para ejercer su autoproclamado derecho a decidir la independencia.
Los nacionalistas catalanes han ido ajustando a marchas forzadas la realidad a su peculiar interpretación de ésta, con el objetivo de hacerla más digerible para una mayoría de catalanes
Desde entonces, los nacionalistas catalanes han ido ajustando a marchas forzadas la realidad a su peculiar interpretación de ésta, con el objetivo de hacerla -su interpretación- más digerible para una mayoría de catalanes. La idea central del apaño consiste en que, a pesar de contar con motivos históricos más que suficientes -la Guerra dels Segadors, la Guerra de Sucesión, la Guerra Civil e incluso la LOAPA- para haberse tomado antes la independencia por su cuenta, esa nación milenaria, dotada de una personalidad monolítica e inmutable y de más paciencia que el santo Job, ha ido soportando estoicamente a lo largo de la historia los embates del Estado español. Ha aguantado hasta que, tras el recurso de inconstitucionalidad presentado por el PP contra el Estatut (2006) y la subsiguiente sentencia del Tribunal Constitucional (2010), ha dicho basta y ha decidido “ejercer la independencia”, en palabras de Junqueras.
En realidad, los rapsodas de la odisea independentista suelen situar el desencadenante del imperioso desembarco en Ítaca poco antes del inicio del affaire estatutario, concretamente en la segunda legislatura de Aznar (2000-2004). La sombra del PP como enemigo público número uno empieza a tomar cuerpo. Pero ¿qué hizo Aznar -que en 1996 había firmado el Pacto del Majestic con Jordi Pujol- para despertar la rauxa de la nación durmiente? Quién más, quién menos, todo el mundo reconocía que el Pacto del Majestic había supuesto un avance sustancial en el autogobierno catalán. “Lo mejor que se ha hecho nunca en el avance del autogobierno”, por decirlo en palabras del eurodiputado independentista de CiU Ramón Tremosa.
Total, que en el año 2000 el PP obtiene la mayoría absoluta que le ha de permitir gobernar sin necesidad del apoyo de los nacionalistas catalanes entonces moderados, que, tras dos legislaturas siendo decisivos para la gobernabilidad de España y obteniendo a cambio importantes ventajas, se sienten despechados y recuperan a todo trapo su proverbial victimismo. Bien es cierto que nunca lo abandonaron del todo, ni siquiera en plena vigencia del Majestic: “Cataluña no acaba de encontrar su lugar en España y el conjunto de España no acaba de vernos como uno más”, decía Pujol en 1997. Pero en el 2001, en su mensaje de fin de año, Pujol, pese a admitir que Cataluña no había disfrutado de tanto poder político en los últimos 300 años, decía sentirse “obligado” a “advertir al pueblo de Cataluña de que, francamente, existe un peligro”. Poco después, en enero del 2002, Aznar anunciaba que, a pesar de gobernar con mayoría absoluta, le acababa de proponer a Pujol la entrada de CiU en el Gobierno central, propuesta que Pujol declinó. Así y todo, el mantra de la segunda legislatura de Aznar como pecado original se sigue recitando hasta la saciedad.
“Todo empezó con la mayoría absoluta de Aznar…”, repite como un autómata el independentista de nuevo cuño. Pero, cuando le preguntas qué fue eso tan grave que ocurrió durante aquella legislatura y que justifica una determinación tan calamitosa como la de fragmentar un país, no acierta a responder y suele salir con lo de la enorme bandera de España de la plaza de Colón de Madrid, sin duda un argumento… de peso.
Con todo, no parece que ni la mayoría absoluta de Aznar, ni el recurso del PP ni la subsiguiente sentencia del Tribunal Constitucional supusieran un crecimiento decisivo del independentismo.
“Luego, vino lo del Estatut...”, prosigue el independentista sobrevenido, indignado por la decisión del PP de presentar recurso de inconstitucionalidad contra una ley “refrendada por el pueblo de Cataluña”. Bueno, concretamente ¡por el 36% de los catalanes con derecho a voto!, por lo que es probable que más de uno de esos independentistas por despecho estatutario ni siquiera se tomara en su día la molestia de ir a votar, y no digamos de echarle un vistazo al Estatut. Por supuesto, tampoco les importa el hecho capital de que en España no exista la posibilidad de presentar recurso previo de inconstitucionalidad, es decir, anterior al referéndum de aprobación del estatuto de autonomía en cuestión, posibilidad suprimida en 1985 por decisión del PSOE. “¡Bah, eso son tecnicismos del lenguaje político-jurídico!”, contesta nuestro independentista novel como si los términos que él trae siempre en la boca -referéndum, plebiscito, etc.- no fueran también tecnicismos del mismo lenguaje. Si la mayoría de los catalanes somos capaces de entender la diferencia entre unas elecciones y un plebiscito, o entre una consulta y un referéndum, también podemos entender que el Estatut acabó en el Tribunal Constitucional tras ser refrendado por el pueblo catalán porque sólo podía acabar así. No en vano el PP había quedado al margen del consenso estatutario de resultas -como el propio Maragall reconocería a posteriori- del excluyente y antidemocrático Pacto del Tinell, por el que las fuerzas del tripartito se autoimponían la prohibición de llegar a acuerdos de gobernabilidad con el PP. ¿Qué esperaban que hiciera el PP ante una propuesta de tan incierta constitucionalidad promovida por quienes se habían comprometido a arrinconarlo?
“Y el remate fue la sentencia del Tribunal Constitucional…”, concluye el iniciado independentista, que obviamente ni siquiera ha hojeado la sentencia. De haberlo hecho, habría podido constatar que se trata de un ejemplo de lo que los constitucionalistas llaman self-restraint o deferencia del Alto Tribunal con el legislador, en este caso autonómico, para salvar la constitucionalidad de la ley recurrida, a través de la técnica de la interpretación conforme. Es decir, no sólo no lamina -por utilizar la expresión al uso de los nacionalistas- competencias de la Generalidad, sino que supone un desarrollo considerable del autogobierno catalán. Ahora bien, lo que, afortunadamente, sí hizo el Tribunal Constitucional fue desproveer de alcance jurídico interpretativo el término “nación” del preámbulo del Estatut. No lo eliminó, pero sí lo despojó de los efectos maximalistas que, sin duda, los partidos nacionalistas todavía pretenden atribuirle.
Con todo, no parece que ni la mayoría absoluta de Aznar, ni el recurso del PP ni la subsiguiente sentencia del Tribunal Constitucional supusieran un crecimiento decisivo del independentismo. No lo parece si nos atenemos a los resultados electorales de los partidos abiertamente independentistas (ERC obtuvo 10 diputados y Solidaritat per la Independència otros 4 en las elecciones autonómicas inmediatamente posteriores a la sentencia, celebradas el 28 de noviembre del 2010), ni tampoco a juzgar por la magnitud preferida por los independentistas, las manifestaciones del 11 de septiembre (en la del 2011 unas 10.000 personas recorrieron las calles de Barcelona). Pero ¿qué ocurre entre la exigua Diada del 2011 y la exuberante Diada del 2012? Pues probablemente que -sin perjuicio de que la crisis económica haya favorecido el auge de soluciones mágicas como la del “país nuevo”- el hecho de que el PP ganara las elecciones de noviembre del 2011, dos meses después de la última Diada “convencional”, ha permitido a los partidos nacionalistas recoger la cosecha del odio sembrado a conciencia desde las más altas instancias autonómicas de Cataluña con la patraña de que “todo empezó con la mayoría absoluta de Aznar”. Lo raro es que todavía haya quien se trague el cuento de que la efervescencia independentista, tan manifiestamente basada en propaganda partidista, surge espontáneamente de la sociedad y que va de abajo arriba.