La devaluación del votante
Hubo un tiempo en España en que el acto de votar era esperado con verdadera devoción. Como tantas expresiones de nuestra libertad —y el ejercicio del voto, para cualquier ciudadano que se tenga por tal, lo es en grado máximo—, su valor intrínseco venía acrecentado por el largo periodo de privación sufrido con la dictadura franquista. De ahí que ese tiempo democráticamente feliz fuera sobre todo el de la Transición. Pero no sólo. También lo fueron los años ochenta en su conjunto, cuando se aprobaron los distintos Estatutos de Autonomía y se dio paso con ellos a una tercera categoría de elecciones, tras las generales y municipales. (En la década siguiente se añadiría una cuarta, la correspondiente a las europeas, pero lo cierto es que esta apenas figura en el imaginario del votante español.)
Esos sondeos ejercen para muchos una función parecida a la de las manifestaciones callejeras multitudinarias: deslegitimar al gobierno en activo y, por extensión, el marco legal en que se asienta
Con el discurrir de los años y el asentamiento de la democracia esa devoción inaugural fue disolviéndose en la bendita normalidad. Al igual que cualquier país de Europa, España tenía una agenda política marcada por las distintas convocatorias electorales. O, lo que es lo mismo, nuestros representantes políticos disponían de distintas legislaturas de cuatro años para cumplir y hacer cumplir sus promesas electorales. Algunos, al gobernar, tenían incluso la potestad de convocar elecciones anticipadas —generales y autonómicas, aunque estas últimas únicamente en unas pocas Comunidades—, con lo que esos cuatrienios podían acortarse. Pero, salvados estos casos, había una rutina. Y esa rutina incluía el encargo y la publicación de sondeos por parte de los medios de comunicación en las semanas previas a cada cita electoral. Como es natural, entre quienes solicitaban los servicios de empresas demoscópicas para realizar encuestas sobre intención de voto de los ciudadanos estaban también los propios partidos políticos, en especial los mayoritarios, interesados en conocer si el viento soplaba de popa o de proa. Y entre quienes las realizaban, aparte de empresas privadas, estaban asimismo organismos públicos como el CIS o sus sucedáneos autonómicos, que incluían entre sus funciones la de pulsar las tendencias de los electores cuando se avecinaba alguna convocatoria.
La rutina en cuestión, sobra añadirlo, continúa vigente. Pero en la última década, año más, año menos, se ha intensificado hasta tal punto que hoy cualquier español, con sólo seguir lo que publican los medios, puede saber a diario cómo evoluciona la intención de voto de sus conciudadanos. Por supuesto, los ciudadanos no votan; lo que reflejan las encuestas es la opinión de algunos de ellos, que sirve como pauta a los expertos demoscópicos para construir sus teorías. Pero es como si votaran. Los políticos convierten estas tendencias en buenos o malos presagios, según el caso, y por más que acostumbren a contrapuntearlas con la conocida coletilla de «el único voto que cuenta es el que se emite en la urna», el ciudadano tiene la impresión de que ese voto imaginario está modificando la verdadera relación de fuerzas existente en su municipio, Comunidad o país. En este sentido, esos sondeos ejercen para muchos una función parecida a la de las manifestaciones callejeras multitudinarias: deslegitimar al gobierno —municipal, autonómico, nacional— en activo y, por extensión, el marco legal en que se asienta.
Pero esa marea demoscópica que nos invade tiene aún otra consecuencia perniciosa. En la medida en que suele detallar los trasvases que se supone que se están produciendo entre partido y partido —mediante el contraste entre la intención de voto actual y el recuerdo del voto emitido en los últimos comicios—, hace creer a muchos que el voto de los ciudadanos pertenece a una u otra fuerza política. Creencia a la que los propios partidos contribuyen gustosamente cuando se refieren a las hipotéticas fugas de votantes no como a un efecto del libre albedrío de esos ciudadanos a la hora de ejercer su derecho al voto, sino como a un hurto o un secuestro de una voluntad que les pertenece. Por descontado, todo eso puede estar cambiando. A juzgar por las encuestas, claro.