Barcelona, cocapital de España
Muchas son las razones por las que creo, no solo conveniente, sino necesario que Barcelona sea cocapital de España.
La cabeza es el órgano rector del Estado. En ella residen las élites políticas, mediáticas, intelectuales y económicas de un país. Madrid comenzó con mal pie su capitalidad. Sin ser una ciudad menor carecía de los atributos que sus competidoras exhibían. No acogía ni universidad, ni arzobispado, ni linajudos blasones aristocráticos, ni extensa vega, ni el recuerdo de gestas pasadas… Por todo ello, por carecer de poderes eclesiásticos y señoriales que hicieran sombra u ocasionaran trastornos a la autoridad real, fue escogida por Felipe II; el rey laborioso pudo así dedicar su tiempo a las tareas de despacho sin que le inquietaran los enfrentamientos de los poderes locales. Otras ventajas fueron valoradas: población y caserío considerable –en torno a 30.000 almas-, situación geográfica central que permitía la rápida recepción de noticias procedentes de todas las esquinas del reino y de los puertos, recursos forestales para calentar a una gruesa ciudad, calidad y abundancia de las aguas –relevante en una época en la que tantas epidemias eran consecuencia del pésimo abastecimiento-, y riqueza cinegética –interesante para unos reyes aficionados a la caza-.
Siendo España el resultado del enlace de dos reinos lo más prudente hubiera sido crear dos capitales, una en Castilla y otra en Aragón
Sin embargo nació con el sambenito de pueblecito al que le tocó la lotería de convertirse en capital. Durante siglos muchos españoles no han aceptado que una ciudad en mitad de la árida llanura castellana sea la capital.
Siendo España el resultado del enlace de dos reinos lo más prudente hubiera sido crear dos capitales, una en Castilla y otra en Aragón. El decadente cuerpo aragonés tenía por cabeza a Cataluña. Con la unión, ésta pasó a ser un brazo anémico del cuerpo español, cuya cabeza recayó en Castilla. Dura caída para el orgullo local.
En la corona de Castilla (España occidental) se ha tendido históricamente a desconfiar de las inmunidades regionales. Mientras gallegos, castellanos o andaluces debían acudir en socorro de Fuenterrabía o Irún, los vascos no asistían a la defensa de las otras provincias. Mientras los cargos peninsulares y coloniales estaban abiertos para los hijos de las clases medias de toda la corona, los vascos no contribuían en igual medida a la hacienda real. Y semejantes quejas se prodigaban –durante los Austrias- respecto de la corona de Aragón. En la España occidental el concepto “leyes regionales” equivalía a exenciones que doblaban aún más las cargas que recaían sobre los hombros castellanos. De ahí la secular desconfianza hacia modelos territoriales descentralizados. Y la capital española reside en esa parte occidental de España en la que sus habitantes han mamado el recelo hacia el particularismo.
La capital se asienta en una ciudad insólita: nadie tiene un amigo o un familiar nacionalista; los partidos nacionalistas o regionalistas (Partido Castellano, Izquierda Castellana, Primero Madrid) no alcanzan allí el 1% de los sufragios.. Eso, que en toda Europa es una cualidad, se convierte en una limitación para comprender el fenómeno nacionalista en otras regiones de España. Y de la incomprensión a la torpeza no hay más que un pequeño paso.
La capitalidad confiere relevancia a lo que en su seno se cuece y eso, para algunas personas, reporta un timbre de honor
Los hombres pensamos que lo próximo, aquello con lo que estamos familiarizados, no es propio, mientras que lo distante, lo que no conocemos, nos inquieta y nos es ajeno.
El nacionalismo siempre surge en lugares excéntricos, alejados del poder. En Italia, al norte (la Padania) y al sur (en Sicilia hubo un movimiento secesionista hasta la dictadura de Mussolini). En Francia, en las esquinas del hexágono (Bretaña, Córcega, País Vasco francés). En Bélgica, en sus polos (Valonia, pero más acentuadamente en Flandes). En el Reino Unido, al norte (Escocia). En Alemania, al sur (Baviera, donde hasta bien entrados los cincuenta un partido separatista obtenía la quinta parte de los votos y hoy no existe la CDU, sino el partido socialcristiano bávaro) ¿Por qué no hay particularismo en las regiones de Roma, París, Londres, Bruselas o Berlín? Porque la capitalidad es su mejor antídoto.
Pocos son los inconvenientes de que Barcelona sea cocapital de España y muchas sus ventajas. Desgranémoslas. Las hay de índole emotiva, estratégica y conceptual, algunas primordiales y otras secundarias, unas de fondo y otras coyunturales. Vamos por ellas.
1º.- Protagonismo. La capitalidad confiere relevancia a lo que en su seno se cuece y eso, para algunas personas, reporta un timbre de honor, tan inútil pero tan cierto como la alegría que experimentan tantos sujetos cuando un compatriota gana un torneo internacional. El protagonismo de un paisano llena de orgullo a sus vecinos. Con la capitalidad es toda la ciudad la que sube al podio. Esta es una de las razones de la antipatía que suelen suscitar las capitales entre muchos habitantes de ciudades postergadas (gijoneses contra Oviedo, cartageneros contra Murcia, vigueses contra Pontevedra… y catalanes contra Madrid). La otra es que la capital suele recibir inversiones singulares. La antipatía hacia Madrid-capital desfigura la simpatía por España. Por el peso demográfico, económico y cultural bien podría ser Barcelona cocapital de España, como antaño lo fue de la corona de Aragón. Ello no se traducirá en ninguna ventaja material para Cataluña, como no lo ha sido la capitalidad de Madrid para Castilla, pero es una muestra de atención hacia lo catalán, es elevarlo al podio.
2º- Incremento de la empatía con el poder central. La presencia de ministros, secretarios de Estado, subsecretarios, etc. en una ciudad implica la creación de una red de contactos en torno suyo. Ello supone un acercamiento de la élite intelectual, política y económica local con la nacional. Si un ministro de Justicia, con despacho en la calle Muntaner, deseara testar la reacción hacia una nueva ley de tasas judiciales, a buen seguro invitaría a comer al decano del colegio de abogados de Barcelona. Las “fuerzas vivas” de la localidad se sentirían próximas e influyentes ante el poder central. Y el roce hace cariño.
3.- Mejor conocimiento por las autoridades estatales de la realidad catalana y la sensibilidad e intenciones nacionalistas. Muchos errores estratégicos y dialécticos del Gobierno central son fruto de la torpeza derivada del desconocimiento directo de las ansias y tácticas del nacionalismo.
4º.- Incremento de la réplica a la propaganda nacionalista. En la política –como en tantas otras profesiones- hay individuos sin escrúpulos. Puesto en circulación un mensaje falso por un político ayuno de valores éticos muchos de sus correligionarios hacen de altavoces de buena fe, por puro mimetismo. Los discursos mendaces de un político de izquierda son rápidamente cuestionados por un contrincante de derechas, y viceversa. Por contra, las falacias del nacionalismo rara vez obtienen una réplica potente de quienes están en mejor posición para replicarlas con datos (los ministros). Los partidos nacionalistas desacreditan al Estado cuyas cabezas rectoras residen a seiscientos kilómetros, y por tanto desconocen los argumentos e, incluso, la existencia de esa denigración. Además muchas de esas manifestaciones se profieren en medios expresados en una lengua que desconocen. ¿Ejemplos? El inexistente tope del 4% en la Constitución alemana a las transferencias fiscales entre länders, la supuesta obligatoriedad emanada de la Disposición Adicional tercera del Estatut a invertir en infraestructuras por el Estado el mismo porcentaje que representa el PIB catalán en el PIB nacional, los 16.000 millones de déficit fiscal y tantas otras distorsiones no encuentran una contestación política desde las máximas instancias. A la postre a muchos catalanes no les queda otro remedio que dar por válido el único discurso que escuchan. Si cinco ministros y todos los portavoces de los grupos parlamentarios del Senado vivieran en Barcelona la cosa cambiaría.
5º.- Mayor apertura de la intelectualidad. La capitalidad es un foco de atracción para creadores, pensadores y artistas de todo género. Un ministerio de cultura en Barcelona, junto con sus institutos nacionales, secretarías y direcciones generales de artes escénicas, cinematografía, archivos, museos, bibliotecas, propiedad intelectual, universidad, etc. arrastraría a infinidad de profesionales del mundo académico y empresarial. Sería un terreno más cosmopolita en el que no tendrían tanto éxito las prédicas nacionalistas. A la palestra intelectual subirían otros temas de debate y no solo los del sector militante del nacionalismo. A la larga una intelectualidad menos apegada a las “esencias” del terruño desplazaría la atención sobre el monotema y pondría en circulación anhelos y preocupaciones comunes a todos los españoles.
6º.- Incremento de la presencia de la prensa de ámbito nacional, prensa que los gobiernos autonómicos no podrían controlar. Pujol no movió un dedo para que las televisiones privadas, creadas a fines de los ochenta, se instalaran en Barcelona… y todas recalaron en Madrid. Un medio de comunicación cuya audiencia y clientela publicitaria es nacional es menos vulnerable a las presiones y añagazas locales, máxime cuando éstas tienen la deliberada intención de controlarlo (Véase al respecto el memorándum de 1990 del gobierno convergente publicado en El País y El Periódico el 28-10-1990). Un alcalde arbitrario puede lastimar de mil maneras a un pequeño comerciante de la ciudad, pero tiene muchas más dificultades de hacerlo con El Corte Inglés. Los medios nacionales instalados en Barcelona, por simple proximidad, tenderían a resaltar noticias catalanas y a criticar al gobierno de la Generalitat (como hacen los medios nacionales ubicados en Madrid respecto al gobierno autonómico madrileño), pero lo harían con una independencia económica de la que los exclusivamente catalanes carecen. Además, en una profesión en la que abunda la precariedad muchos periodistas tendrían una salida profesional cercana y desligada a los medios oficiales o subvencionados por la Generalitat; muchos periodistas que no simpatizan con la ideología dominante no se sentirían en la necesidad de ponerse de perfil ante el discurso del subvencionador de los medios privados y amo y señor de los públicos.
7º.- Creación de sinergias entre las centrales de los organismos sociales, sindicales o empresariales y su rama catalana. Si los ministerios de Trabajo y de Industria se trasladaran a Barcelona poco después lo harían también las cúpulas sindicales, empresariales y profesionales. Sería más complicado que la sectorial catalana mantuviera un discurso y una práctica contraria a la nacional en temas de interés común.
8º.- Aliento moral a los catalanes que se sienten abandonados por el Estado. Son muchos los que piensan que los partidos de ámbito español se despreocupan de la suerte de los catalanes que repudian el nacionalismo. La cocapitalidad en Barcelona levantaría la moral de millones de catalanes anti-secesionistas.
9º.- Desarticulación de las diatribas contra Madrid como metonimia de un Estado prepotente e ineficaz. “Madrid nos roba”, “hemos de llevar la voz de Cataluña a Madrid”, “Madrid nos va a escuchar”, “no tenemos por qué obedecer a un Tribunal de Madrid”, “la bota de Madrid oprime a Cataluña”… Imaginen que cinco ministerios y el Senado residieran en Barcelona y traten de sustituir en las frases anteriores la palabra “Madrid” por “Barcelona”. Inténtelo. Se desvela en toda su crudeza la irracionalidad de la fobia del nacionalismo contra el Estado y su síntesis, que es Madrid. El odio precisa de una diana sobre la que descargarse. Se puede satanizar lo distante, lo ignorado, pero es mucho más complicado hacerlo contra lo próximo, lo conocido. Podemos satirizar aquello cuya forma solo conocemos de manera imprecisa (la imprecisión facilita la distorsión y la exageración). Manchar el trono es infamar al rey. Si Barcelona fuera cocapital no podrían difamar al Estado sin tocar el prestigio de Barcelona. Los antiguos griegos sostenían que el mejor lugar para esconderse del enemigo era dentro de su propio cerebro.
10º.- Incorporación de la élite política y cultural catalana en la alta Administración del Estado y, por tanto, mayor dificultad para atacarlo. En Madrid existen sagas familiares en las que los hijos son profesor de universidad, subdirector general en un ministerio, gestor en el instituto nacional de arte dramático, responsable de una editorial, técnico en un órgano financiero estatal, etc. Familias como los Maragall, instaladas en los aledaños del poder, las hay en toda España. La diferencia reside que en las capitales de los Estados esos grupos participan en el organigrama del mismo. Si Barcelona fuera cocapital de España varios hijos o sobrinos de los Maragall ocuparían esos cargos en las instituciones estatales. Difícilmente el tío Ernest podría tratar como ajeno un Estado en el que trabaja como subdirector general un sobrino suyo. La imbricación sería tal que esos reducidos, pero influyentes sectores, raramente sentirían las instituciones con las que se codean como ajenas. Y aún más arduo sería que trabajaran para perder o fraccionar su área de influencia.
11º.- Realce de la visión catalana de España. El hombre tiende, por mera pereza o comodidad mental, a confundir la mayor parte de algo con el todo. Ese fenómeno pasa involuntariamente en la mayor parte de España y deliberadamente –por razones expresamente ideológicas- en Cataluña. “Castilla es España para los historiadores generales. Hablan siempre del pendón castellano, de los leones y las torres, de las glorias y libertades castellanas, y escriben muy satisfechos la historia de Castilla, creyendo escribir la de España. Es un grave error”, protestaba con razón Víctor Balaguer en 1867, creador, por cierto, de muchos de los infumables mitos históricos que llenan de opiáceo humo las cabezas de tantas personas sensatas. Una España en la que Verdaguer, Ramón Llull, Espriu o Pla sean desconocidos en el resto de España es vivida por muchos catalanes como una entidad ajena (e igual nos pasa aquí, que ignoramos la literatura en gallego o eusquera y, al paso que vamos, la castellana). Una España que no realce lo catalán con orgullo es una España coja. Si la cultura o la historia catalana son consideradas fuera de Cataluña como una simple manifestación parcial o singular de lo español, de valor exclusivamente local, si no son reivindicadas por el Estado como broches de las joyas hispánicas, se estará invitando a que el nacionalismo vea en ellas exclusivas exteriorizaciones del ser catalán, desprovistas de su nota de españolidad. Los comuneros de Castilla fueron reivindicados por la historiografía general como adalides de las libertades castellana, pero no ocurrió lo mismo con los austracistas de 1714 (salvo excepcionalmente por Azaña). El no sentirse reconocido fuera, cuando se anhela ese reconocimiento, es una invitación a reafirmarse perennemente hacia dentro y a descargar la inquina hacia el exterior. Tanto ha sido así que mientras el relato de los comuneros está hoy desideologizado en Castilla, el de los austracistas sigue tan enardecido (y distorsionado) como siempre. En un terreno más prosaico, si Televisión Española hace una serie histórica la protagonista es Isabel de Castilla, no Fernando de Aragón.
12º.- Impedimento para construir un mapa con dos realidades políticas separadas por el Ebro. Habitualmente el hombre no elabora pensamientos lógicamente concatenados. Nuestra actividad intelectiva es obra de una sucesión de imágenes, sonidos y sensaciones que impulsan nuestro pensamiento y nuestras emociones. Si pidiéramos a un grupo de personas que pensaran en un centímetro casi todos visualizarían en su imaginación un trocito de la cinta métrica que tienen en casa; pero eso no es un centímetro; un centímetro es la centésima parte de un metro, lo que a su vez es la diezmilésima parte del cuadrante terrestre, que es la distancia entre el polo y el ecuador. En la construcción de nuestras reflexiones acudimos inconscientemente a cientos de imágenes. Si a un nacionalista le pidiéramos que pensara en los conceptos Cataluña y España muy probablemente en su mente emergería un mapa de la Península Ibérica con un Ebro que separa dos realidades: al sur, España con su epicentro y gobierno en Madrid, y al norte, Cataluña con su Generalitat y esencia concentrada en Barcelona. Si Barcelona fuera cocapital de España ¿cómo poner una raya en el Ebro que separe dos realidades que tienen un mismo centro en Barcelona? ¿cómo concebir el pensamiento de que se trata de dos entes separados y enfrentados, cuando se evidencia geográficamente que son concéntricos? Para enfrentarse políticamente primero hay que mentalmente afrontarse, pero con una Barcelona cocapital sería muy dificultoso pensar en una frontera en el Ebro.
13º.- Satisfacción de un sector vagamente catalanista que vería colmada su sed de reconocimiento y protagonismo; soy consciente de que este argumento es secundario, pues el núcleo duro del nacionalismo siempre ha sido secesionista y no pretende convivir sino vencer; la mayor parte del nacionalismo no acepta que se cuestione su programa máximo y trata de imponerlo a los demás ciudadanos, a despecho de los sentimientos, derechos o intereses de los otros catalanes y del resto de españoles. Pero un sector minoritario del nacionalismo se sentiría levemente reconfortado.
14º.- Se arrebataría parcialmente la agenda política al nacionalismo. Cuando solo se habla de los proyectos nacionalistas se hace más necesario que nunca alzar propuestas alternativas que desactiven algunos de los motores del secesionismo. Una vez fuera Barcelona cocapital en el debate catalán las cuestiones de interés nacional se solaparían con las de exclusivo interés autonómico. Por nada del mundo CiU ha querido que las elecciones autonómicas coincidieran con unas municipales o generales, porque les privaría de la atención exclusiva. La cocapitalidad implica reducción del impacto mediático del debate nacionalista sobre las preocupaciones de los catalanes del común.
15º.- Mejor aplicación de las leyes estatales. Un gobernante puede aparentar que desconoce las negligencias o incumplimientos lejanos, puede autojustificar su indolencia o cobardía minimizando la desobediencia del subordinado, pero es muy difícil que haga la vista gorda ante las chapuzas o desacatos realizados ante su cara: su autoridad se resentiría muy gravemente a la vista de todos, su sentido de la dignidad quedaría hondamente lesionado. Un alcalde puede tolerar que se aparque en doble fila en un barrio periférico, pero de ninguna manera que se haga frente a la puerta del ayuntamiento. Es presumible que la cocapitalidad impulsaría al Gobierno central a estar más atento a los desplantes de una Administración local o autonómica que incumpliera la ley de banderas a veinte kilómetros del Senado o las sentencias sobre derechos lingüísticos a tres manzanas del ministerio de Educación, y a dotar de suficientes recursos humanos y materiales a la Delegación del Gobierno para hacer cumplir las leyes o a reformar éstas para garantizar su eficacia.
16º.- Conversión de Barcelona en escaparate internacional de toda España, como ya lo fue en las Olimpiadas del 92. Y tiene percha para tal función. Ello redundaría en beneficio de Barcelona, Cataluña y España.
Esta enumeración está incompleta si no nos referimos a los tres escollos que parcialmente entorpecen el logro de los objetivos señalados.
1º.- El coste económico del traslado de tantos ministerios y el Senado. Si dicho traslado fuera acompañado de la instalación de otras sedes del Estado a otras ciudades el gasto se compensaría, pues todas están sitas en las arterias más céntricas y caras de Madrid. Si el Tribunal Supremo se ubicara en Sevilla, el Banco de España en Valencia, el Tribunal Constitucional en La Coruña, el Consejo de Estado en Oviedo, el Consejo de Seguridad Nuclear en Cáceres, etc. la venta de los edificios madrileños compensaría la adquisición de otras instalaciones en las demás ciudades de España, y muy posiblemente el precio de la mudanza. Por otra parte, la secesión nos resultaría a todos extraordinariamente más onerosa.
2º.- El coste humano. El cambio de ubicación afectaría a miles de funcionarios. Caben dos contrarréplicas basadas en futuribles: primera, el coste humano sería incomensurablemente mayor si el nacionalismo lograra levantar una frontera y -como han anunciado la Cámara de Comercio de Estados Unidos y las asociaciones de empresarios alemanes y austriacos afincados en Cataluña- ello produjera una deslocalización masiva de empresas a otras comunidades, y segunda, es probable que la permuta de inmuebles madrileños por los de otras localidades arroje un beneficio económico que permita compensar al menos temporalmente a los funcionarios trasladados.
3º.- Que los sectores opuestos al nacionalismo interpreten la cocapitalidad como una muestra más de la nefasta estrategia del contentamiento. A la vista está que al nacionalismo, por su propia esencia ideológica y emocional, no se le puede satisfacer, sino solo adelgazar. Y la cocapitalidad reduce su espacio dialéctico, intelectivo, mediático y político. En los años ochenta Unidad Alavesa obtenía el 20% de los votos en dicha provincia. Aspiraba a separarla del País Vasco, y disponer de autonomía uniprovincial como Navarra o La Rioja. El PNV, no por casualidad, instaló la capital del País Vasco en Vitoria y en dos generaciones ha desaparecido el alavesismo. ¿Cómo criticar al “centralismo de Vitoria” desde la propia Álava? ¿Cómo cuestionar el “centralismo de Barcelona” desde Cataluña? Además el PNV cuidó que cada lehendakari procediera de una provincia (Garaikoetxea de Navarra, Ardanza de Guipúzcoa, Ibarretxe de Álava y Urkullu de Vizcaya) y niveló en el parlamento a las tres provincias.
Nada incomoda más al secesionismo que Barcelona sea cocapital de España, y buena muestra de ello son las manifestaciones de displicencia o desprecio que tal hecho les merece. Intuyen que su argumentario se achicaría. Por la misma razón no quisieron entrar nunca en un gobierno de Felipe González o Aznar cuando solo contaban con mayoría relativa. A lo comúnmente español lo quieren lejos para poder enfrentarse a ello. Si se involucraran, si hubiera contacto interno les costaría mucho repudiarlo.
Es mucho más fácil que veinte senadores nacionalistas se marchen de la Plaza de la Marina (donde se halla hoy el Senado) que esos mismos veinte parlamentarios expulsen de un Senado ubicado en las faldas de Montjuïch a 200 senadores no nacionalistas, tanto catalanes como del resto de España.
Los alemanes, con la reunificación y para acercar a los alemano-orientales al poder federal, trasladaron la capital de Bonn a Berlín. Y siguen manteniendo el Banco Central en Frankfurt y el Tribunal Constitucional en Karlsruhe. No veo por qué los españoles no podamos hacer la mitad que los alemanes y trasladar solo cinco ministerios y el Senado. En Murcia el gobierno autonómico tiene por sede la capital, pero la asamblea regional reside en Cartagena. Algo parecido ocurre con Canarias: el parlamento se halla en Santa Cruz de Tenerife y el delegado del Gobierno en Las Palmas, la mitad de las consejerías recaen en cada una de las dos ciudades y el presidente autonómico reside en una ciudad durante una legislatura y en la otra durante la siguiente, de manera alterna.
Una manera de aplacar tensiones territoriales y reducir progresivamente el nacionalismo es convertir Barcelona en cocapital de España. Algunos de sus efectos serán inmediatos, otros, los más intensos, se producirán a largo plazo.