La agencia Bloomberg informó hace unos días que el gobierno español está estudiando la posibilidad de trasladar el Senado y el Tribunal Constitucional (TC) a Barcelona para demostrar al gobierno de la Generalidad lo mucho que se aprecia a Cataluña allende el Ebro. No sé a quién se le ha podido ocurrir que los independentistas catalanes quieren recibir una prueba de amor de los ignotos habitantes de los territorios que la televisión pública catalana presenta como un páramo inerte sin accidentes geográficos ni ciudades. ¿Acaso no han caído en la cuenta de que para ellos nada existe ni importa fuera del triángulo ilusorio de los ‘países catalanes’, un sintagma inventado por los independentistas para referirse a las tierras que van desde Salses a Guardamar y desde Fraga a Mahó, tierras que conformaron otrora el Reino de Aragón, el Condado de Barcelona y los Reinos de Valencia y Mallorca, y forman parte de España y Francia desde hace 350 años? Confirman mi diagnóstico la indiferencia y el rechazo teñido de desprecio con que han acogido la propuesta los líderes de los partidos independentistas, a los que supuestamente se pretendía engatusar con la propuesta, y que la hayan hecho suya Collboni, el candidato del PSC a la alcaldía de Barcelona, y Bosch, presidente de Sociedad Civil Catalana, que la considera una iniciativa inteligente con la que “conseguiríamos desde el punto de vista sentimental que los catalanes sintiéramos realmente la presencia del Estado".
No creo equivocarme si afirmo que se tildaría de insensato a cualquiera que hoy sugiriera trasladar el Congreso o el Senado de los EE. UU. a Nueva York, Chicago, San Francisco o Dallas
Hay varias razones por la que la bienintencionada iniciativa se me antoja anacrónica, ineficiente e inútil. Cuando un joven Estado tiene que decidir la sede de su capital se ha recurrido en ocasiones a elegir una ciudad poco notoria como sucedió cuando Felipe II trasladó a Madrid la Corte allá por 1561, a fin de evitar las suspicacias que habría levantado la elección de Valladolid, Toledo o Sevilla, o incluso a fundar la capital y dotarla de un status propio, como ocurrió con Washington D. C., para evitar tener que decantarse por alguna de las ciudades hegemónicas de las trece colonias recién independizadas. Pero no creo equivocarme si afirmo que se tildaría de insensato a cualquiera que hoy sugiriera trasladar el Congreso o el Senado de los EE. UU. a Nueva York, Chicago, San Francisco o Dallas para demostrar el afecto que sienten los americanos por Nueva York, Illinois, California o Tejas. Y ése mismo argumento aplica también al caso español. Por otra parte, en un sistema parlamentario bicameral como el nuestro, resulta mucho más eficiente que las sedes del Congreso y el Senado estén en la misma ciudad donde está también la sede del Gobierno de todos los españoles. Madrid, salvo para quienes pretenden romper España, es hoy patrimonio común, y así debe seguir siéndolo.
Es verdad que la subsiguiente concentración de instituciones administrativas en Madrid ha levantado con frecuencia recelos, adobados interesadamente con acusaciones de dispendio, e indiferencia y hasta maltrato hacia Cataluña. El mismo tipo de alegatos, por cierto, que se escuchan también contra la burocracia y las interferencias de Washington, París, Londres o Roma, donde se concentran las más altas instancias políticas y administrativas de sus respectivos Estados. Lo curioso del caso español es que las quejas y la desafección de Cataluña han ido en aumento a medida que la Administración Central del Estado cedía más y más competencias a la Generalidad de Cataluña desde la aprobación del Estatut en 1980, convertida ya hoy en un desafiante miniestado, cuyos gobernantes se jactan de incumplir la Constitución y otras leyes del Estado, desacatar las sentencias de los tribunales y apropiarse de competencias del Gobierno español.
La cocapitalidad de Barcelona es una ocurrencia más que ni está justificada por consideraciones históricas o de eficiencia administrativa, ni serviría tampoco para reconducir la deriva independentista
Resulta igualmente paradójico que a los líderes del PSC que hoy abogan por la cocapitalidad de Barcelona como fórmula deseable para aliviar agravios reales o imaginarios a Cataluña, no se les haya ocurrido adoptar una iniciativa similar en la Comunidad Autónoma de Cataluña (CAC) cuando gobernaban. Porque si la concentración de instituciones políticas y administrativas en Madrid resulta tan nociva e injusta para el resto del territorio sobre el que tienen competencias, España, sorprende sobremanera que la mayoría de las instituciones políticas y administrativas en Cataluña (gobierno autónomo, consejerías, Parlament, e infinidad de organismos administrativos) tengan su sede en Barcelona, y a ningún gobernante o parlamentario catalán se le haya ocurrido proponer en los últimos 34 años que la sede de la Consejería de Empresa esté en Sabadell, la de Territorio en Gerona, la de Interior en Tarrasa, la de Bienestar en Hospitalet, y la de Agricultura en Lérida, por ejemplo, o que el Parlament de Cataluña se instale en Manresa. Tampoco me consta que el gobierno catalán se haya reunido en consejo una sola vez fuera de Barcelona, o que alguien lo haya propuesto siquiera.
La cocapitalidad de Barcelona es una ocurrencia más que ni está justificada por consideraciones históricas o de eficiencia administrativa, ni serviría tampoco para reconducir la deriva independentista. La voluntad expresada por una fracción minoritaria de los catalanes en la consulta-farsa del 9N, y concretada por Mas, presidente de los independentistas, en la hoja de ruta que presentó hace unos días para conseguir la independencia en 18 meses, no guarda relación alguna con el hecho de que Barcelona y Madrid compartan la capitalidad de España. Quienes de verdad quieran impedir lo que cada día se perfila con mayor claridad como un golpe de Estado en toda regla, harían bien en poner a punto su estrategia para hace frente a la batalla ideológica y otras guerras que se avecinan, e impedir que los independentistas se apropien ilícitamente de una de las Comunidades más prósperas de España, levantada con el esfuerzo de todos los españoles durante los últimos 300 años.