Cuando yo era joven, uno de mis amigos me hablaba de Felipe González con particular admiración: “Parece una estrella de cine”, me llegó a decir. A mí, aunque no me cautivaba, me impresionaba su oratoria y su desparpajo, su madera de líder. Al comienzo de la Transición yo sintonizaba más con Adolfo Suárez, si bien con reservas, pero después del 23-F sin reserva alguna. Lamentaba entonces que Felipe le pudiera a Adolfo en los debates, en especial cuando le sacaba lo de su camisa azul. De todos modos, yo veía al desclasado Suárez más auténticamente progresista, sin embargo fue el pimpampum de todos los puritanos de izquierda y de derecha. Santiago Carrillo pensaba eso mismo.
Felipe reconoce que sólo después de dejar la dirección del PSOE llegó a ser consciente de haber fallado en la promoción del relevo generacional, una tarea propia del buen líder
En su libro ‘En busca de respuestas’, Felipe González aborda el liderazgo en tiempos de crisis. Para él ser líder consiste en ofrecer resultados valiosos e inspirar a soñar y aprender más. Y especifica que “si se me pidiera elaborar un retrato robot del buen líder, conjuntaría la tenacidad de Helmut Kohl, la visión del mundo y la capacidad de empatía personal de Clinton, la capacidad comunicacional del papa Wojtyla, la serenidad de Mitterrand, la habilidad en la formación de equipos de Reagan y la capacidad de análisis y la buena gestión grupal de Olof Palme”.
Felipe reconoce que sólo después de dejar la dirección del PSOE llegó a ser consciente de haber fallado en la promoción del relevo generacional, una tarea propia del buen líder. Reconocerlo le honra, aunque a buenas horas mangas verdes. Hay que decir que su arrolladora personalidad cautivó de veras dentro y fuera de España. Alejado de dogmas, tendió al pragmatismo. Reivindica que la izquierda es su ‘tribu’, una izquierda que no confunde los instrumentos con los objetivos y que se escapa de un marco ideológico rígido. ¿Qué pensará hoy de la disposición manifestada por Manuel Valls, el primer ministro francés, a cambiar el nombre de su partido, el socialista? El expresidente español se considera a sí mismo “un reformista plenamente convencido de que se pueden cambiar las cosas que van mal, fuera de toda falsa utopía” y entiende que los discursos ideológicos “no son más que una coraza para ocultar la falta de ideas”.
Simpatizo con su análisis que le lleva a considerar ‘la clave de todo’ el espíritu social que un niño respira durante su formación, época en la que cala el germen de la pasividad. Envueltos en apatía sólo estudian, cuando lo hacen, para salir del paso sin tener idea de qué hacer con esos conocimientos que les cercan. ¿Cómo podrán ser buenos ciudadanos los que, instalados en la pasividad, siempre se preguntan ‘qué va a pasar’ y nunca ‘qué vamos a hacer’?
Su arrolladora personalidad cautivó de veras dentro y fuera de España
Podríamos hurgar en las contradicciones del personaje, sin olvidar que todos las tenemos, pero no callaré que me defraudó profundamente el siguiente párrafo, publicado justo hace un año:
“Los paraísos fiscales son una vergüenza, como lo han sido desde que nacieron, y siguen constituyendo el varadero del dinero negro y opaco del mundo, del que procede de actividades criminales y del que se oculta para evadir al fisco. Pero no causaron esta crisis, aunque eso no obsta para que hubiera que haber acabado con ellos hace veinte años y aún haya que hacerlo ahora”.
Estoy de acuerdo con él, a pesar de percibir en la última frase cierta tibieza justificadora. Pero no puedo por menos que asombrarme de que haya exculpado en público al confeso delincuente Jordi Pujol. ¿Acaso lo hace por un motivo gremial inconfesable? Lo siento, la sombra de una duda resulta inevitable.