Pensamiento

¿Quién da la orden?

7 octubre, 2014 08:44

Incluso cuando yo vivía en catalán, pensaba en catalán y todo lo castellano me parecía que quedaba a medio camino de Fuentevaqueros y el planeta Marte, yo sospechaba que Lluís Companys fue un friqui. Majete y bienintencionado, pero friqui. Me reafirmó en mis sospechas que todo un Miquel Roca afirmara una vez en mi presencia, y en la de otros periodistas todavía más distinguidos (je, je): “Companys era un ximple, que sólo se salva por su bel morire”. Confío que a estas alturas ya le dé igual que me cargue el añejísimo off-the-record.

No es imposible que Companys tuviera algo que ver con la desaparición física del Capità Collons

Por si me quedaban dudas, apareció hace unos años una biografía de Companys, firmada por Enric Vila, que dejaba poco a la imaginación. Impagable la secuencia en que el futuro president mártir se enamora locamente de una militante de Estat Català que andado el tiempo sería su segunda y sacrificada esposa, Carme Ballester. Lo de sacrificada no es coña: muerto Lluís Companys, ella quedó sola y en la miseria en la Francia ocupada, donde durante años cargó como una santa con la cruz del hijo enfermo mental de Companys, abandonado por su propia familia materna (la primera esposa del president). Colaboró también con la Resistencia francesa, ocultó a judíos en su casa, y si no murió en la más absoluta indigencia, fue por una pensión que andado el tiempo le concedió el gobierno alemán, en tanto que víctima del régimen nazi.

Es sólo un ejemplo del inmenso dolor, del inagotable sufrimiento, que las buenas personas discretamente heroicas pueden llegar a experimentar cuando se cruza en su vida un iluminado de altura.

Hay que decir que el arranque de la historia de amor entre Companys y Ballester no presagiaba este oscuro y abnegado final. Al principio ella fue a ojos de todos poco menos que una puta: casada con otro, había mantenido además un idilio con un dirigentillo de ERC, jaquetón él, significativamente apodado Capità Collons, y que fue uno de los que al parecer le discutieron a Companys el control del orden público en las calles de Barcelona de aquel turbulento otoño del 34. La política se enredó con las faldas y la mala baba llegó a ser importante. No es imposible que Companys tuviera algo que ver con la desaparición física del Capità Collons. Mientras por otro lado postraba a su amante en el lecho que fue de Macià y le exigía juramento de fidelidad eterna, en lo que sería popularmente conocido como “la missa negra de la Casa dels Canonges”. Cuando Companys sale al balcón de la Generalitat y proclama lo que proclama, sus siguientes palabras, de balcón adentro, son para su Carme: “Ara no em direu que jo no sóc catalanista!”. Vamos, que tiran más dos tetas que dos Constituciones (de haberlas).

Comparar el otoño de 2014 con el de 1934 es pasarse siete pueblos. Puede. Pero aunque no llegue el mismo olorcillo a pólvora, sí apesta al mismo caos

Pero por lo menos Companys tuvo un mérito indiscutible: dio la cara. Lo habría meditado más o menos, tendría más o menos consistencia lo que planteaba…pero no se escondió, pongamos, detrás de las enaguas de Carme Forcadell o de una calle supuestamente incontrolable (previo adoctrinamiento a lo bestia por TV3, mar y aire).

Hay quien cree que comparar el otoño de 2014 con el de 1934 es pasarse siete pueblos. Puede. Pero aunque no llegue el mismo olorcillo a pólvora, sí apesta al mismo caos, al mismo descontrol. Agravado por el hecho de que aquí la idea es tirar la piedra y esconder la mano. Crear un perfecto ojo ciego de la tormenta, un incalculable vacío de poder, donde nadie conozca a nadie, nadie sepa quién saca o quién mete la urna o quién vota qué.
Ojo que las mayores catástrofes (por ejemplo, la última crisis financiera mundial…) se desencadenan cuando la mano derecha no sabe lo que hace la izquierda. Cuando nadie mira ni entiende nada. Cuando no hay manera de descifrar quién da la orden…si es que alguien conserva el poder de no darla.