Pensamiento

Cataluña, entre el dogma y la razón

29 septiembre, 2014 08:32

En Cataluña se da últimamente un fenómeno bastante insólito en el mundo occidental, pero que por desgracia muchos catalanes parecen haber aceptado como si tal cosa. Aquí los nacionalistas -tan asociados en otros países a posturas poco democráticas cuando no antidemocráticas- se han autoerigido en paladines de la democracia y niegan la condición de demócrata a todo aquel que no piense como ellos. Basta con que alguien no esté de acuerdo con el llamado “derecho a decidir” para que los nacionalistas le cuelguen el sambenito de enemigo de la democracia. “Un demócrata auténtico no bloquea un referéndum”, dice Artur Mas sobre Rajoy.

Basta con que alguien no esté de acuerdo con el llamado “derecho a decidir” para que los nacionalistas le cuelguen el sambenito de enemigo de la democracia

Parece mentira que hayan conseguido ocultar a los ojos de tanta gente la innegable tensión entre el nacionalismo, una ideología esencialmente basada en mecanismos de restricción de la pluralidad y de exclusión del discrepante, y la democracia, una forma de gobierno idealmente fundada en el pluralismo y el respeto a las ideas de los demás, sobre todo cuando son sustancialmente diferentes o contrarias a las propias. El matiz es importante porque no es lo mismo respetar las ideas de quien de boquilla afirma que discrepa pero que en la práctica dice amén a todo lo que establece la ortodoxia del régimen imperante, que respetar incluso a quien cuestiona los dogmas en que se basa ese régimen, ya sea la inmersión lingüística como garante de la cohesión social o el derecho a decidir como premisa mayor de la catalanidad.

Pero los dogmas -proposiciones que se asientan por firmes y ciertas y como principios innegables de toda ciencia, doctrina o religión- son armas de doble filo que a menudo obran en contra de lo que pretenden. Es verdad que por un lado constituyen la principal fortaleza de la causa nacionalista en la medida en que aseguran la adhesión acrítica e incondicional de muchos de sus fieles, la mayoría de los cuales ni siquiera se ha parado a pensar en lo que significan tales dogmas, precisamente porque son principios innegables de la fe que actúan, por decirlo así, como ficciones pertinentes a la conflictiva realidad que trasueñan los nacionalistas. Por desgracia, esa realidad imaginaria impuesta desde las más altas instancias de gobierno del Principado -que es infinitamente más conflictiva que la realidad objetiva, pues quienes se la inventan necesitan el conflicto para justificar su ansiada ruptura con el resto de España- mantiene su hegemonía sobre la opinión pública catalana.

“Yo estoy de acuerdo con la inmersión lingüística, por supuesto, pero no me parece lógico que la presencia del castellano en las aulas se reduzca a dos o tres horas a la semana”, me dicen a menudo amigos, conocidos y saludados -que diría Pla- más o menos proclives a las tesis nacionalistas, que es obvio que nunca se han parado a pensar lo que significa la inmersión lingüística que defienden a ciegas. Es más, la mayoría de ellos se acaban mostrando partidarios de un modelo en el que el número de horas lectivas en castellano y en catalán sea equilibrado, e incluso muchos reconocen en privado, ¡oh, pecado nefando!, que el modelo implantado en Baleares (enseñanza trilingüe en castellano, catalán e inglés) les parece conveniente. Es lo que ocurre cuando se observa el dogma a la luz de la razón, lo cual no resulta fácil tratándose de dogmas tan arraigados que incluso los no creyentes los aceptan.

El nacionalismo necesita seguir siendo fundamentalista y dogmático para sobrevivir en un mundo de identidades cada vez más plurales y entrelazadas

“¿Independencia? No lo sé. Pero lo que sí tengo claro es que el derecho a decidir es innegociable”, repiten los mismos que de entrada se declaran partidarios de la inmersión. Dicen “innegociable” en el sentido de que consideran el “derecho a decidir” un principio innegable, lo que pone de manifiesto una vez más el carácter dogmático de sus planteamientos. Dejando a un lado a quienes de buena fe distinguen entre derecho a decidir e independencia y se han tragado eso de que el derecho a decidir es la quintaesencia de la democracia -que, en Cataluña, haberlos haylos-, el argumento de que sobre la independencia Dios dirá pero que el derecho a decidir es innegociable no es más que un ardid con el que los nacionalistas pretenden convencernos de su flexibilidad negociadora. Porque no es que el derecho a decidir “conduzca” a la independencia, sino que el derecho a decidir “es” la independencia. Ni más ni menos. No es un término medio que los nacionalistas consientan en prenda de su flexibilidad, sino la culminación de sus planteamientos. Supone que los catalanes, independientemente de lo que diga la Constitución, podamos decidir de espaldas, en contra y, sin duda, independientemente de lo que digan el resto de los españoles, sobre la base de que Cataluña es una nación y el sobrentendido de que España no lo es. ¿Podemos los barceloneses decidir de espaldas, en contra y, sin duda, independientemente de lo que digan el resto de los catalanes? ¡De ninguna manera! ¡Cataluña es una nación!, responden como autómatas los fundamentalistas del derecho a decidir. Ergo, España no lo es. Eso sí, exigen a su vez un mayor reconocimiento de Cataluña como nación, otro dogma.

Los dogmas, repito, constituyen la principal fortaleza del nacionalismo, pero es evidente que representan también su principal debilidad. Con todo, no cabe duda de que el nacionalismo necesita seguir siendo fundamentalista y dogmático para sobrevivir en un mundo de identidades cada vez más plurales y entrelazadas, por lo que, a poco que los catalanes hagamos el esfuerzo intelectual y anímico de cuestionar sus dogmas sometiéndolos al examen de la razón no sólo en privado sino también en público, su hegemonía sobre nuestra opinión pública se irá diluyendo.