Acaso lo más significativo de las palabras de Artur Mas en su discurso del lunes en el Debate de política general sea la afirmación de que la «consulta» no podrá hacerse si no existen «plenas garantías democráticas» para ello. Bueno, en realidad lo que el presidente de la Generalitat dijo fue otra cosa, más alambicada. Tras referirse a la posibilidad de acabar su mandato, añadió: «Debe poder ser así, y para que pueda ser así se tiene que votar el 9-N con plenas garantías democráticas». Sin duda. Es la primera vez en mucho tiempo que ese hombre dice la verdad. Quizá sin saber que la dice, no lo niego. Quizá sabiendo incluso que sus palabras pueden interpretarse de modo diverso, según el sesgo ideológico del receptor del mensaje, y que la verdad, lejos de aflorar, quedará enmarañada en la discordia de los medios y las tertulias. Da igual. Mas tiene, en el fondo, toda la razón. El 9-N no se podrá votar en Cataluña porque no se dan las «garantías democráticas» para hacerlo.
Mas tiene, en el fondo, toda la razón. El 9-N no se podrá votar en Cataluña porque no se dan las «garantías democráticas» para hacerlo
Y no se dan, esas garantías, desde el mismo día en que el presidente de la Generalitat puso en marcha el llamado Proceso. Desde que oyó voces y creyó que debía atenderlas. Luego ya, cuando fue aprobando Declaraciones en el Parlamento autonómico que el Constitucional iba declarando nulas. Y en fin, de forma concreta, cuando colgó en el tablón de anuncios de la institución que preside fecha y doble pregunta. Para que el Proceso tuviera esas garantías democráticas que no tiene, debiera haber cumplido un requisito muy simple: ajustarse a la ley. O sea, a lo que establece nuestra Carta Magna. Porque la condición primera para que pueda hablarse no ya de garantías democráticas, sino de democracia a secas, es que estemos en un Estado de Derecho y la ley sea temida, esto es, respetada. Lo demás son monsergas y trampantojos —como ese «marco legal» del Estado del sol naciente al que se refirió hace poco el más que probable sucesor de Artur Mas en el gobierno autonómico, elecciones mediante—.
Pero incluso en el supuesto de que el conjunto de los españoles, a través de sus representantes políticos y previa reforma de la Constitución, aceptaran la celebración de una consulta para discernir qué hay que hacer con Cataluña y los afanes de una porción significativa de su población, todavía habría que precisar el sujeto consultivo. O sea, si ese sujeto es el conjunto de los españoles o sólo los residentes en Cataluña. Por descontando, únicamente la primera de las opciones se ajustaría a la lógica: a saber, que lo que se ha hecho entre todos no puede deshacerlo una parte. Pero imaginemos por un momento que la reforma constitucional, aprobada en referéndum por una mayoría suficiente de españoles, incluyera la segunda de las opciones, la que prevé una consulta restringida a los empadronados en Cataluña. ¿Existirían entonces garantías democráticas?
Lo que se ha hecho entre todos no puede deshacerlo una parte
Difícilmente. Y es que esa población que debería decidir si Cataluña sigue siendo española o emprende la feliz aventura que le prometen sus gobernantes, ha estado sometida durante 35 años, y muy especialmente en la última década, a una verdadera formación del espíritu nacional a través de la escuela —donde los niños y los jóvenes son adoctrinados sin contemplaciones y utilizados, a un tiempo, como transmisores de esta doctrina en el ámbito familiar—, de los medios de comunicación públicos y privados —que en Cataluña son todos semipúblicos, o sea, dependientes del poder político, excepto este en el que tengo el gusto de escribir— y de cuantos mecanismos de control ha ido tejiendo la administración de la Generalitat en los campos asociativo, cultural y socioeconómico por medio de ayudas, convenios y subvenciones. En estas condiciones, ¿con qué libertad podrían decidir esos cinco millones largos de catalanes con derecho a voto sobre el destino de esta tierra que es la suya y también la del conjunto de los españoles? Hasta que no pasara por lo menos una década durante la cual todas esas instancias nacionalizadoras hubieran recuperado su imprescindible neutralidad, dicha libertad sería una quimera. Aunque me temo que la primera quimera sería ya la posible existencia misma de semejante década higienizadora.
Pero, en fin, por soñar que no quede.