Pensamiento

La Bruyère leído desde el asedio secesionista

29 mayo, 2014 09:21

Según el existencialismo de Sartre, las personas viven su presente condicionadas por el futuro hacia el que se dirigen, el cual se encarga, una vez recibidos los objetivos que cada ser proyecta en él, de marcar los pasos ineludibles por los que se ha de llegar a ellos. El presente, así pues, desaparece, convertido en mero puente precario. Viene esta reflexión a cuenta del poder que, sin embargo, tiene el presente para condicionar la lectura del pasado que supuestamente habría de condicionarlo a él. De este juego cruzado de influencias quiero rescatar, para quienes pudieran estar interesados en estas cosas del leer, la extraña sensación que me ha producido leer un autor clásico desde las circunstancias acezantes del presente; porque lo normal, de suyo, es comprender el presente desde las lecturas del pasado. Que el día a día de la realidad política nos transforma la vida llega incluso hasta el punto de leer textos clásicos destacando en ellos afirmaciones, teorías, pensamientos o juicios que, en otras circunstancias, nos hubieran vuelto ciegos a ellas. Es el caso del proceso soberanista cuyos disparatados fundamentos convierten gran parte de nuestro presente en una suerte de ejercicio de estilo político al margen de la realidad, realizado, para más rizo, por quienes gobiernan, no por quienes desde la oposición se rebelarían contra la supuesta opresión española que justificara, al menos, ese impulso secesionista.

En el trato social, la que primero cede es la razón. Los más discretos suelen ser dominados por el más loco o el más extravagante. Si bien hemos de hacer la salvedad de que ese “trato social” ha de traducirse por la “arena política” donde se dirime la cuestión

Jean de La Bruyère es un autor cuya obra clásica Los caracteres no necesita ni presentación ni juicios críticos que descubran lo que ya hace mucho tiempo se sabe de ella: que ha de ser una lectura imprescindible. La extraordinaria traducción de Consuelo Berges, además, contribuye no poco a la degustación. De La Bruyère recordaba Flaubert que era uno de esos clásicos a los que se ha de estar releyendo permanentemente. Quizás contribuyera a la cimentación de su prestigio el honesto y nada afectado ejercicio de humildad propio de quienes se dedican al trabajo intelectual de La Bruyère cuando reconoce que lo que él ha querido escribir no son máximas: son como leyes morales, y confieso que no poseo ni bastante autoridad ni bastante genio para hacer de legislador; incluso sé que habré pecado contra el uso de las máximas, que las exige cortas y concisas, como los oráculos.

La finura analítica de La Bruyère permite al lector que hace esa lectura desde el asedio que sufrimos percibir ciertos juicios como argumentos irrebatibles. Si cuando habla de la vida familiar nos dice que el interior de las familias suele estar agitado por las desconfianzas, los celos y la antipatía, mientras que apariencias de satisfacción, tranquilidad y alegría nos engañan haciéndonos suponer una paz que no existe; pocas familias ganan cuando se profundiza en ellas. A veces una visita interrumpe una pelea doméstica que solo espera, para volver a empezar, que os despidáis. ¿A quién no se le vienen a las mientes la propaganda del famoso e idílico oasis catalán? ¿Quién puede dejar de ver que hay un inevitable conflicto familiar en torno a la legítima propiedad de la catalanidad y, en última instancia, a sobre cómo organizar la convivencia en la familia? Desde esta óptica ha de releerse esta precisa observación del autor parisino: En el trato social, la que primero cede es la razón. Los más discretos suelen ser dominados por el más loco o el más extravagante. Si bien hemos de hacer la salvedad de que ese “trato social” ha de traducirse por la “arena política” donde se dirime la cuestión.

No son pocas las voces que se han alzado contra la perversión de una doctrina dogmática que ha instalado la política en el seno de las relaciones sociales y familiares con su peor cara, la del fanatismo. Todo se sacrifica en aras del nuevo ídolo, el ordine nuovo (no el de Gramsci, claro) del nuevo estado catalán, y menos aún los que no asientan a esta aserción de La Bruyère: Digamos valientemente una cosa triste y dolorosa de pensar: no hay persona en el mundo tan ligada a nosotros por la amistad y el afecto, por mucho que nos quiera, por muchos ofrecimientos de servirnos y aun por muchos favores que nos haga alguna vez, que no lleve en sí disposiciones próximas a romper con nosotros por interés y a convertirse en nuestro enemigo, no por otra razón poderosa que la de haber tenido la desgracia infinita de comprobarlo personalmente. De hecho, si, como dice nuestro autor: Exponerse a una gran pérdida es una gran puerilidad, no cabe duda ninguna de la puerilidad desde la que se ha construido este artefacto nacionalpatriótico, y las terribles consecuencias que puede llegar a tener. De momento, esas pérdidas son de carácter sentimental. Mejor ni pensar de qué otra naturaleza pueden llegar a ser.

Quiero hacer notar la condición de extranjero que se adjudica a quienes no forman parte de esa república independiente de su solar patrio. Al fin y al cabo, quien dice pueblo dice muchas cosas

Nuestro autor, fino escrutador de la sociedad de su tiempo y, por ende, de la de todos los tiempos, de ahí su carácter de clásico bien vivo, cuya obra interesa tanto a los europeos del siglo XXI como a los franceses del XVII, no puede dejar de percibir la inevitable atomización social, pilar básico del edificio social. Niega, desde la observación, el futuro unanimismo nacional romántico, desacreditándola por la base, la de las innumerables agrupaciones humanas cuyos códigos individuales conviven con otros en un mismo espacio político y social: La ciudad está dividida en diversas sociedades que son como otras tantas repúblicas, con sus leyes, sus costumbres, su jerga, sus chistes. Mientras el clan se mantiene en todo su vigor, nada que no provenga de los suyos le parece bien dicho ni bien hecho; incapaz de apreciar lo que viene de fuera, llegan hasta despreciar a las gentes que no están iniciadas en sus misterios. El hombre más inteligente del mundo que la casualidad traiga hasta ellos es recibido como extranjero; se siente como en un país lejano del que no conoce ni los caminos, ni la lengua, ni las costumbres; ve una gente que charla, murmura, habla al oído, ríe a carcajadas y luego cae en un sombrío silencio; se desconcierta y ya no sabe colocar una sola palabra, ni siquiera escuchar. ¿Describe o no describe este texto al clan secesionista, cerrado en su particular círculo de tiza caucasiano? Del mismo modo que describe otros, por supuesto. Pero quiero hacer notar la condición de extranjero que se adjudica a quienes no forman parte de esa república independiente de su solar patrio. Al fin y al cabo, como dice el parisino en palabras esclarecedoras que la tribu secesionista adjudicaría a Lucifer: Quien dice pueblo dice muchas cosas. Es ésta una expresión muy vasta y asombraría ver lo que abarca y hasta dónde se extiende. Y añade, a modo de ejemplo, un par de divisiones que no agotan, por supuesto, esa vastedad que caracteriza al concepto: Está el pueblo que es contrario a los poderosos, esto es, el populacho y la multitud; está el pueblo que es contrario a los sabios, a los inteligentes y a los virtuosos, esto es, los poderosos y los humildes. Quizás de la labilidad de ese concepto se derive la fantasía del poder político que anima a los actuales impulsores de la Particularidad: Cuando se pretende innovar o cambiar algo en una república, se atiende más al momento que a las cosas en sí. En ciertas circunstancias se tiene la evidencia de que no sería fácil atentar contra el pueblo; en otras resulta claro que se puede hacer con él lo que se quiera. Esa atención al momento es, como diría Izaguirre, el momentazo de la movilización de todos los secesionistas, porque no hay más que aquellos que se comprometen a través de la movilización. Por otro lado, la atomización social tiene su justa correspondencia en la individual, porque la inestabilidad y complejidad del yo postfreudiano, la incapacidad contemporánea del sujeto para definirlo de modo satisfactorio es el pan nuestro de cada día de corrientes de tanta ascendencia intelectual como el Deconstructivismo, que La Bruyère parece prefigurar cuando nos dice que un hombre desigual no es un hombre solo, sino varios: se multiplica tantas veces como nuevos gustos y maneras diferentes tiene; en cada momento es lo que no era y muy pronto será lo que nunca ha sido: se sucede a sí mismo. No preguntéis qué carácter tiene, sino cuáles son sus caracteres; ni cómo es su genio, sino cuántas clases de genio se hallan en él. De ahí, y acabo, que parezca hazaña imposible ser capaz de representar políticamente un solo pueblo, una volkgeist que solo anida en la entraña de la quimera: Todo es postizo en el humor, las costumbres y las maneras de los hombres: (…) las exigencias de la vida, la situación en que uno se encuentra, la ley de la necesidad, fuerzan la naturaleza y causan grandes cambios. Por eso un hombre, en el fondo y en sí mismo, no puede ser definido: demasiadas cosas ajenas a él le alteran, le cambian, le trastornan; no es preciosamente lo que es o lo que parece ser. En resumen, justo lo contrario del antipensamiento dogmático que se nos ofrece como la quintaesencia críptica del ideal soberanista: Som i serem.