Pensamiento
Los niños de 1714
Algún día habrá que hablar de los niños, y muy en serio. Me refiero a los niños de 1714, a esos niños a los que no han dejado crecer en libertad. En cualquier otro país de nuestro entorno, la enseñanza pública tiene como principal objetivo formar ciudadanos libres e iguales. Y punto. Por supuesto, esa formación no está exenta de ideología. Basta recordar el caso de Francia y su progresivo alejamiento de los postulados constitutivos de la educación nacional que Jules Ferry ideara en los compases iniciales de la Tercera República y que tan bien refleja aquel pasaje de la circular conocida como «Carta a los enseñantes» con la que puso fin, en 1883, a su etapa como ministro de Instrucción Pública: «Al proponer a los alumnos un precepto, una máxima cualquiera, pregúntese si conoce un solo hombre honesto al que pueda ofender lo que va a decir. Pregúntese si un padre de familia, uno solo, insisto, presente en su clase y a la escucha, podría negar su asentimiento a lo que le oiría decir. Si es así, absténgase de decirlo; si no lo es, hable sin tapujos: porque lo que le va a comunicar al niño no es su propia sabiduría; es la sabiduría del género humano, es una de esas ideas de orden universal que varios siglos de civilización han incorporado al patrimonio de la humanidad». Para Ferry, esa regla práctica debía servir a cualquier maestro o profesor para saber dónde estaba el límite de su enseñanza moral.
El gran drama de esos niños de 1714, a los que se educa en la creencia de que el enemigo acecha desde hace por lo menos tres siglos, es que no tendrán ya otra niñez
Y aunque la corrección política haya hecho estragos en el sistema educativo francés, entre lo sucedido allí y lo que está pasando en Cataluña —o sea, en España— sigue mediando un abismo. Piensen tan sólo en lo que supondría aplicar hoy en día la regla de Ferry a una sola de las escuelas o institutos públicos catalanes. Piensen en el bochorno de tener que reconocer que prácticamente en ninguno de esos centros se cumple la regla, a no ser que consideremos que todos los padres de familia que no comulgan con el nacionalismo son, por definición, deshonestos. Y si alguien cree que estoy exagerando o generalizando en demasía, le invito a leer esa noticia publicada en una de las muchas cabeceras archisubvencionadas por el nacionalismo y en la que se da cuenta de los preparativos que lleva a cabo el colectivo Somescola.cat con vistas a la jornada reivindicativa del próximo 14 de junio. Ese día está prevista en Barcelona una suerte de procesión carnavalera en defensa de la llamada escuela catalana, o sea, del modelo de escuela vigente cuyo eje es el principio, físico y moral, de inmersión lingüística. O, si lo prefieren, está prevista una demostración de fuerza, semejante a las del 11 de septiembre, en la que se va a proclamar el derecho a la insumisión y al incumplimiento de la ley —en este caso, la Lomce—, todo ello en uno de esos climas didácticamente festivos de los que tan orgullosos se sienten nuestros educadores nacionalistas.
Para ello, como explica la noticia, Òmnium Cultural —principal entidad de cuantas componen Somescola.cat— ha empezado ya a trabajarse a los niños. Es decir, los ha puesto a trabajar en la Gran Tarea, para lo que ha contado con la inestimable colaboración de las asociaciones de madres y padres, más conocidas por el terrorífico y ajustado sobrenombre de «ampas», imprescindibles correas de transmisión entre centro docente y familias. De momento, la tarea de esos niños se reduce a la confección de los cabezudos que ellos mismos van a llevar en la procesión. Pero no les quepa la menor duda de que en los talleres en cuestión los trabajos manuales van acompañados de la consiguiente doctrina. Y de que las escuelas ya están haciendo lo propio, esto es, llevando la enseñanza moral muchísimo más allá del límite prescrito por la regla de Ferry.
El gran drama de esos niños de 1714, a los que se educa en la creencia de que el enemigo acecha desde hace por lo menos tres siglos, es que no tendrán ya otra niñez. Sólo queda confiar en que un día, algunos de ellos, al descubrir la pinta de quienes desfilan a su lado, se arranquen la figura de enano, se echen a un lado y abandonen de una vez y para siempre la procesión.