Durante cierto tiempo, en los albores de nuestro joven sistema democrático, pensé que las campañas electorales eran algo así como la fiesta de la democracia, la celebración de las libertades públicas recuperadas. Ha pasado mucho tiempo y no solo hemos oído demasiados disparates en ellas, sino que, para nuestro mal, se ha creado una tradición que se repite ad nauseam para desesperación de quienes huyen de los anacronismos y de las tradiciones obsoletas.
Necesitamos reinventar la democracia constantemente, y quizás la mejor campaña de un partido sería negarse a seguir el juego irracional del escandaloso dispendio económico, los ataques sectarios fanatizados y la adicción a la demagogia que las preside
El día 9 se dio el pistoletazo de salida para la campaña electoral de las europeas, y todos los partidos, sin exclusión, cumplieron con la tradición de pegar el primer cartel, descorrer el velo de la primera valla o emplearse a fondo en los primeros mensajes contra el adversario, porque cada partido escoge siempre uno y desprecia al resto. Los medios de comunicación hacían ruedas de sedes para tener informada a la escasísima audiencia de tal o cual declaración, expectativa, deseo, o augurio de los primeros espadas de las formaciones.
El ruido mediático contrasta notablemente con la indiferencia y el hastío ciudadano. Es éste de tal naturaleza que no estoy lejos de pensar que una propuesta en change.org proponiendo la desaparición de las costosísimas campañas electorales como una innovación democrática tendría un récord de firmantes avalándola. Por lo visto y escuchado este viernes, he llegado a la conclusión de que esa propuesta merece convertirse en realidad. ¿Qué son, en este siglo XXI, las campañas electorales con esos mítines donde todos ensayan la deleznable y pobrísima retórica incendiaria del o los nuestros o el diluvio?
Reconozco que tras una larga dictadura, las campañas electorales tenían no solo una función de contacto popular entre líderes y votantes, sino una vertiente pedagógica: en ellas se aprendía democracia, tanto tiempo secuestrada. Digamos que el cuerpo electoral se ha hecho mayor y que ya se sabe no solo lo básico de la lección, sino también, como se decía entonces, la letra pequeña. Y aquí estamos, con nuestro cum laude del perfecto votante democrático oyendo mensajes que pugnan por llevarse el título de bazofia ideológica de la campaña, contemplando cómo se derrochan unos buenos millones de euros para los que hasta el más zote de los votantes encontraría muchísimo mejor destino y pensando que es injusto, amén de irracional, que la mayoría de los partidos políticos piensen en sus posibles votantes como un grupo inmenso de gente iletrada, zafia, sin cultura, sin capacidad de discernimiento, como auténticos indígenas a los que hay que persuadir con los vidrios de colores de sus chascarrillos hirientes ad hominem, sus salidas de pata de banco y sus verdades del barquero; como un granero o caladero de millones de electores, en definitiva, a quienes hay que transmitir mensajes simples y directos que puedan entender y repetirlos hasta la saciedad, es decir, masticar los eslóganes para que todos sepan distinguir opciones que, como en la fábula de Orwell, han acabado padeciendo de una acusada indistinguibilidad, si se me admite el neologismo.
Nos esperan dos semanas durante las cuales lo más sensato sería iniciar la lectura de El plantador de tabaco, de John Barth, por ejemplo, y hacerlo protegido con unos auriculares a través de los que suene berroqueña y vitalista música barroca que nos aísle de ese ruido electoral lleno de la más deleznable versión del pensamiento como factor de distinción humana: el discurso político electoral, la apoteosis de la demagogia. Necesitamos reinventar la democracia constantemente, y quizás la mejor campaña de un partido, a siglo de hoy, sería negarse a seguir el juego irracional del escandaloso dispendio económico, los ataques sectarios fanatizados y la adicción a la demagogia que las preside. Si esta campaña es ridícula y un insulto a los votantes, las que se avecinan se anuncian como un auténtico torpedo contra la línea de flotación del sistema democrático. Hemos de impedirlo. Voto por ello.