Pensamiento

Fascismo posmoderno y nacionalismo

11 mayo, 2014 06:01

Todo en la vida evoluciona, y el fascismo no es la excepción. A todos nos gusta creer que el fascismo es algo del pasado, fruto de un momento histórico concreto lleno de totalitarismos y altamente militarizado, y que felizmente ya ha desaparecido de las modernas y democráticas sociedades occidentales del tercer milenio. Pero como la mala hierba, el fascismo se ha quedado oscuramente agazapado en los márgenes del camino, acechante, hasta que finalmente ha vuelto a resurgir y expandirse en muchos lugares del mundo, pero esta vez sin camisas negras o pardas, sin desfiles ni grupos paramilitares, sin ruido, sin violencia, pero paradójicamente con más fuerza y poder que nunca. En el lejano 2008 ya escribí sobre esta reaparición sutil y silenciosa del fascismo y empleé el término “fascismo posmoderno”, surgido en una conferencia de Bernat Muniesa, Manuel Delgado y Santiago López Petit, como explicaré más adelante. Antes de seguir, sin embargo, es necesario aclarar los términos “fascismo” y “posmodernidad”.

Una comprensible definición, bastante extendida y aceptada, recoge que el proyecto político del fascismo es instaurar un corporativismo estatal totalitario y una economía dirigista, mientras su base intelectual plantea la sumisión de la razón a la voluntad y a la acción, aplicando un nacionalismo fuertemente identitario con componentes victimistas o revanchistas que conducen a la violencia, ya sea de las masas adoctrinadas o de las corporaciones de seguridad del régimen, contra aquellos que el Estado define como enemigos por medio de un eficaz aparato de propaganda, todo ello unido a un componente social interclasista y mediante una negación de este corporativismo estatal totalitario a ubicarse en un espectro político concreto con el fin de captar el mayor número de adhesiones. Muy actual según dónde, ¿no les parece? Incluso próximo...

La posmodernidad es un movimiento de finales de siglo XX que representa una huída de la modernidad y se caracteriza generalmente por la reactivación de elementos históricos y técnicas anteriores, pero haciendo una mezcla ecléctica de ellos. La posmodernidad da interpretaciones escépticas de la cultura, la literatura, el arte, la filosofía, la Historia, la economía, la arquitectura, la ficción y la crítica literaria, y a menudo se asocia con la deconstrucción y el posestructuralismo, ya que su uso como término ganó una significativa popularidad al mismo tiempo que el pensamiento posestructural del siglo XX.

Permítanme que me extienda un poco en desarrollar este concepto por la importancia capital que tiene para entender la evolución y las nuevas formas del fascismo. Previamente a la eclosión del concepto de Posmodernidad, Jean Baudrillard, en Cultura y simulacro (1978), plantea que la lógica de la simulación no es concomitante con la lógica de los hechos y que, sibilinamente, nos oculta que la realidad ya no es la realidad sino simulación, simulación que se caracteriza por la precisión del modelo sobre el hecho, y por tanto el mundo ya no pertenece al ámbito de lo real sino al orden de lo hiperreal y de la simulación: ya no interpretaremos más la realidad falsamente porque no usaremos de la ideología sino que esconderemos que la realidad ya no es necesaria.

Albrecht Wellmer, en Sobre la dialéctica de modernidad y posmodernidad (1985), denuncia que “la posmodernidad trata de articularse a sí misma en la conciencia de un cambio de época, conciencia cuyos contornos son aún más imprecisos, confusos y ambivalentes, pero cuya experiencia central, la de la muerte de la razón, parece anunciar el fin de un proyecto histórico: el proyecto de la modernidad, el proyecto de la Ilustración europea, o finalmente también el proyecto de la civilización griega y occidental […] y se pueden discernir también en ella los contornos de una modernidad radicalizada, de una ilustración autoilustrada y de un concepto posracionalista de razón”.

Marshall Berman, en su libro Todo lo que es sólido se desvanece en el aire (1982), subraya este proceso de muerte de la razón y de la fragmentación del ser humano: “Ser [pos-] modernos es vivir una vida de paradojas y contradicciones. Es encontrarse dominados por las inmensas organizaciones burocráticas que tienen el poder de controlar, y a menudo de destruir, las comunidades, los valores y las vidas, y sin embargo no vacilar en nuestra determinación de enfrentarnos con estas fuerzas, de luchar para cambiar el mundo y hacerlo nuestro. Es ser, a la vez, revolucionario y conservador: vitales ante las nuevas posibilidades de experiencia y aventura, atemorizados ante las profundidades nihilistas donde nos conducen tantas aventuras [post-] modernas, ansiosos por crear y agarrarnos a algo real incluso cuando todo se desvanezca en el aire”.

El fin de la Historia se convierte, por tanto, un concepto clave y altamente determinante del pensamiento posmoderno, aunque ha sido fuertemente cuestionado. Alexandre Kojève, en la década de los 30 del siglo pasado, para explicar el fin de la evolución histórica del hombre (que situaba en 1806, tras la batalla de Jena) partió de Marx quien, a su vez, partió de Hegel y de sus ideas sobre el Estado Absoluto. Las lecciones que Kojève impartió en París en esa década fueron publicadas post mortem con el título Introducción a la lectura de Hegel: Lecciones sobre la Fenomenología del Espíritu (1980) donde se recoge: “En realidad, el fin del tiempo humano o de la Historia, es decir, el aniquilamiento definitivo del Hombre propiamente dicho o del individuo libre e histórico, significa sencillamente la cesación de la Acción en el sentido estricto del término. Lo que en la práctica significa [...] incluso la desaparición de la Filosofía; ya que una vez que el hombre no cambia esencialmente él mismo, no hay razón ya para cambiar los principios verdaderos que están en la base de su conocimiento del mundo y de sí”.

En 1989, Francis Fukuyama, director adjunto de la Oficina de Planificación Política del Departamento de Estado norteamericano, dio una conferencia en el Centro John M. Olin para la Investigación de la Teoría y la Práctica de la Democracia, de la Universidad de Chicago, de título ¿El fin de la Historia? en la que analizó la sociedad poshistórica basándose en el estudio de Hegel, Marx y Kojève, reformulando el concepto de fin de la Historia. Fukuyama planteó que seguramente no se encontraban en 1989 en el final de la guerra de los bloques sino en el fin de la Historia, es decir, en el último paso de la evolución ideológica de la humanidad. Fukuyama ve el mundo del siglo XX sometido al paroxismo de la violencia ideológica, mundo en donde el liberalismo es la ideología imperante tras su enfrentamiento de manera consecutiva contra los vestigios del absolutismo, contra el bolchevismo, contra el fascismo y finalmente contra el nuevo marxismo, dando como resultado la desaparición de las contradicciones que, según Hegel y Kojève, eran la base de la Historia de la humanidad. A la visión idealista y utópica que llega hasta Kojève, Fukuyama contrapone una muy aciaga y distópica. Fukuyama plantea que, una vez enterrados comunismo y fascismo, las contradicciones que encontramos en la sociedad liberal son (además de aquella insoluble de las clases sociales) la religión y el nacionalismo. De la primera observa que sólo el Islam ha planteado un estado teocrático como alternativa política tanto al liberalismo como al comunismo; y de la segunda señala que la mayoría de los movimientos nacionalistas mundiales no tienen otro objetivo político que el deseo negativo de independencia respecto de otros grupos de personas y que les falta un programa general de organización socioeconómica, y que infortunadamente seguiría existiendo un alto y creciente contenido de violencia étnica y nacionalista en el mundo posthistórico. Y ciertamente, Fukuyama no hace más que recoger el espíritu esencial de los padres fundadores de la Unión Europea, aquellos que pensaron que una Europa unida era la mejor forma de combatir los nacionalismos egoístas y peligrosos que habían abocado a Europa y al mundo a dos guerras mundiales y a situaciones execrables nunca anteriormente vistas como el exterminio sistemático de una raza contado por millones (seis en total).

Una vez vistos los antecedentes de pensamiento del nuevo modelo totalitario del fascismo posmoderno, si leemos a Charles Wright Mills entenderemos perfectamente los orígenes políticos y económicos de este totalitarismo. Mills fue el primero, en su libro La elite del poder (1956), en describir razonablemente la verdadera constitución del poder en Estados Unidos, “paradigma” social, político y económico donde se han reflejado muchas de nuestras sociedades occidentales. Esta elite se divide en los ricos corporativos (80 grandes familias que controlan el 35 % de la economía), los altos ejecutivos de las sociedades que cotizan en bolsa (controlan el 55% de la riqueza), los señores de la guerra (si los dos primeros son las sanguijuelas, estos terceros son sus protectores: simbolizan el declive de la autonomía de la política y el desgraciado auge de la influencia militar, especialmente desde 1945), y finalmente el directorio político, que no es más que el organizador del latrocinio; la mayoría de los hombres del directorio son corruptos que conceden favores financieros a personas del mundo económico y, como dice Mills en su libro, si existen los primeros es porque también existen estos “negociantes” dispuestos a recibir los preciados favores. Mills afirma que “el dinero es el único testimonio claro del éxito, el valor soberano de los EE.UU.”, recuerden que una parte importante de su economía es la producción de material bélico y armamentístico. Mills señala también que la falta de un orden de creencias morales firmes hace que los hombres de la masa sean mucho más susceptibles a la manipulación y a la distracción del mundo de las celebridades, a quien las elites dejan el protagonismo, ya que aquellos que verdaderamente controlan el poder prefieren no figurar públicamente. La relación tripartita de cultura, sensibilidad e inteligencia con las elites del poder es descrita diáfanamente por Mills: mientras que en 1783 George Washington reposaba leyendo las cartas de Voltaire y el Ensayo sobre el Entendimiento Humano de Locke, Eisenhower leía cuentos del far west y novelas policíacas. Mills añade que las elites del poder ostentan una fuerte mediocridad intelectual y que, sin embargo, siendo conscientes, no les importa nada: “Su inteligencia se manifiesta en el hecho de que hay ocasiones en que comprenden que no se encuentran a la altura de las decisiones que deben tomar”.

En 2004 los preclaros profesores universitarios Bernat Muniesa, Manuel Delgado y Santiago López Petit, en un acto-conferencia en el Ateneu de Barcelona contra el Fórum 2004, definieron esta evolución o reaparición del fascismo con el término de “fascismo posmoderno”, que es aquella situación política que aparece cuando la sociedad civil es suplantada por los poderes políticos y empresariales, hecho que, por otra parte, el poeta Jesús Lizano muy gráficamente ha llamado “pancracia”. Si retomamos la tesis del importantísimo filósofo Agustín García Calvo de que “la realidad es la apariencia que oculta la verdad” entenderemos mejor que es y cómo funciona este nuevo fascismo. En sus libros y charlas, García Calvo siempre ha tratado de reflejar un sentimiento anónimo, popular, que rechaza las manipulaciones y las mentiras del Poder. En el fascismo posmoderno, la realidad es la apariencia denominada “Democracia”, que hace un discurso demagógico sobre una libertad que esa misma democracia coarta a través del capitalismo neoliberal. El fascismo posmoderno se constituye él mismo en “Verdad”, una verdad absoluta que no necesita justificarse ya que este sistema mantiene la apariencia democrática con elecciones partitocráticas, mistifica la Historia y la propia realidad, falseándolas en connivencia con los medios de comunicación tanto públicos como privados, siendo estos últimos controlados por el clientelismo de las subvenciones o por las amenazas de censura mediante los eufemísticamente llamados “órganos” o “entidades” de control. Esto da como resultado un ciudadano convertido en simple espectador y tratado casi como un súbdito lo que se consigue fácilmente ofuscándolo hasta la alienación total mediante el adoctrinamiento en la escuela, la manipulación de los medios de comunicación y la tendenciosa propaganda institucional, y además convirtiéndolo en esclavo del consumismo y de las deudas que le genera, a modo de espada de Damocles que peligrosamente pende sobre su cabeza, y por ende pudiéndolo controlar plenamente así. Los jóvenes que protagonizaron las revueltas de mayo del 68 trataron inútilmente de luchar contra esta incipiente esclavitud del consumismo, como describió con gran clarividencia Herbert Marcuse en Le Monde el mismo once de mayo: “Los estudiantes no se amotinan contra una sociedad dominada por la pobreza y mal organizada. Tampoco proponen como alternativa nada que se parezca al modelo soviético. Sólo se manifiestan contra una sociedad rica, muy rica, y bien organizada, tanto en los EE.UU., a pesar de los guetos de pobreza negra, como en Francia. Es el rechazo de la mediocridad y de las mitologías consumistas y conformistas del neocapitalismo. Escupen a la sociedad opulenta y esto es un fenómeno enteramente nuevo que, mucho me temo, ni los poderes establecidos ni las clases dominantes no podrán entender, a pesar de que muchos de sus hijos son los protagonistas de la rebelión”. Incluso, desde el bloque opuesto de un mundo dividido en dos antitéticos, la denuncia era la misma puesto que el premio Nobel de literatura Aleksándr Isáyevich Solzhenitsyn (1918-2008), perseguido y condenado en su propio país, escribió en la misma época, concretamente en 1967: “No tengo ninguna esperanza en Occidente, y ningún ruso debería tenerla. La excesiva comodidad y prosperidad han debilitado su voluntad y su razón”. Y estaba en lo cierto, ya que en definitiva sólo hacía que advertirnos que Occidente carecía de recursos morales y espirituales para poder resistirse a su propia decadencia.

La cultura, en este nuevo fascismo, juega un papel muy importante. El mismo Manuel Delgado nos contaba en febrero de 2008 en El País que “la cultura es la competencia específicamente humana de inventar universos, [...] de especular con las formas [...] y de producir con ellas realidades nuevas capaces de hacernos sentir y pensar. Sin embargo, hoy en día, la cultura es un mero instrumento de legitimidad política o simplemente puro mercado, o las dos cosas a la vez”. El fascismo posmoderno utiliza a las celebridades y a los artistas, que el propio sistema ha promovido, como voceros de la aberración que se llama “opinión pública”, que no es otra cosa que la opinión de la elite del poder, puesta en boca o en la pluma de estos artistas y estas celebridades convertidas en “bufones de su señor”, como con gran acierto los llamó el malogrado Pier Paolo Pasolini (no citaré los nombres de estos bufones para no hacerles publicidad, además todos ustedes los identifican perfectamente). Conocimiento y Poder no se aúnan en los círculos dirigentes; pero lo más grave acontece cuando la mayoría de los hombres de la cultura entran en contacto con los poderosos ya que no lo hacen como sus iguales sino, en definitiva, como meros asalariados debido al sistema de clientelismo que han impuesto los primeros. El arte y la cultura, bajo este nuevo fascismo, han creado “propuestas” artísticas asépticas, de mero consumo, habitualmente carentes de calidad, con temáticas de evasión y nunca de análisis de la realidad, propuestas que nunca cuestionan verdaderamente la organización social de nuestros días. Este fascismo posmoderno no permitirá, por ejemplo, reflexiones como las del cineasta Elio Petri en Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha (1970) o La clase obrera va al paraíso (1972) o las de Damiano Damiani en Confesiones de un comisario (1971) o las de Saló o los 120 días de Sodoma (1975) del propio Pasolini. Esto demuestra que junto a estos bufones siempre hay un grupúsculo disperso y no organizado de artistas y de intelectuales críticos, inalienables, que no se venden y que no promulgan esta nueva “religión” fascista. El sistema solamente tiene dos opciones ante estos artistas: comprarlos, o, si no se venden (la mayoría de las veces), silenciarlos, como hicieron con el brutalmente asesinado Pasolini. Hace ya bastantes años que la pancracia creó en los EE.UU. las llamadas “zonas silenciadas” en donde se recluye a disidentes y heterodoxos; esta práctica se ha extendido ampliamente por la Unión Europea con tal de recluir allí el escaso pensamiento crítico que aún queda. Pero sobre esto, se ha producido un giro inesperado, como veremos seguidamente. John Naisbitt, en su libro Global Paradox. The Bigger the World Economy, the More Powerful Its Smallest Players (1994), como muy bien nos explica Juan Carlos Girauta siempre que tiene la oportunidad, nos hacía ver de manera visionaria la importancia de un mundo global de comunicación donde los actores más pequeños, los ciudadanos, gracias a los nuevos medios de interacción que posibilitaría Internet podían crear unos canales de comunicación no sometidos al control y censura de los canales tradicionales. Y así ha sido, y un nuevo factor muy importante que se ha incorporado al global de la sociedad en estos últimos años es la resistencia ciudadana a través de la “redsocialización”, es decir, transmitir estas ideas mediante las redes sociales. Así pues, el pensamiento crítico, una vez liberado del control de los medios tradicionales gracias al estallido global de Internet y de las redes sociales (un factor con el que no contaban) ha podido flotar (no sin dificultades) hacia la superficie de la sociedad y ha llegado a muchos ciudadanos quienes lo han empezado a compartir e incluso a usarlo como el trípode donde sostener una nueva manera de hacer pacíficamente una resistencia civil y recordar al Poder que somos ciudadanos y no siervos. Por ello, la pancracia, a través de los gobiernos, ha llevado la lucha al ciberespacio, tratando de obtener el dominio sobre Internet, a través de la regulación ideológica y del control partidista de las redes. Un claro ejemplo son las escandalosas e ilegales actividades de la agencia NSA norteamericana que la última década ha controlado las comunicaciones y los e-mails dentro y fuera de sus fronteras (poniendo la lucha contra el terrorismo como excusa) y ha filtrado yottabytes y yottabytes de datos. Otros ejemplos son la censura de China sobre la red y los recientes cortes de tráfico de datos de los gobiernos de Venezuela y de Turquía de las redes sociales más importantes como Twitter durante las recientes revueltas para fomentar la desinformación e impedir a la vez la convocatoria y organización de quienes protestaban. Pero cuando el gobierno turco del primer ministro Recep Tayyip Erdogan decidió bloquear las DNS de Twitter el pasado 21 de marzo la población enseguida comenzó a usar las DNS de Google (que la población compartía pintándolas en los muros de Estambul) e inmediatamente el gobierno turco se vio en la necesidad de cortar las DNS de Google para continuar con el bloqueo. Y no sólo eso: Google ha denunciado que sus DNS en Turquía fueron interceptadas por los proveedores locales de Internet con el fin de espiar a los usuarios. Como parece obvio, la lucha por el control del ciberespacio es la lucha por el control del Poder, y por desgracia esto no será nunca más una frase exclusiva de una distópica novela o película de ciencia ficción.

Pero, y en Cataluña, ¿qué tipo de fascismo estamos sufriendo actualmente? Partiendo de un sesgado nacionalismo, de carácter fuertemente identitario, reduccionista, vulgar, inculto, manipulador, de clientelismo, xenófobo y excluyente podemos afirmar que hemos “involucionado” de un firme fascismo posmoderno a un fascismo tradicional, con banderas, propaganda, concentraciones y signos identitarios hasta en los calzoncillos (sí, los venden con la estelada, ¡sic!), no siendo este nacionalismo nada más que la cara menos sutil (por no decir la más burda) de un totalitarismo muy tradicional donde la sociedad civil ha sido suplantada por una tosca pancracia formada por el poder político de carácter secesionista y sus extensiones asamblearias y asociativas subvencionadas. Pero, la intelectualidad catalana ¿qué tiene que decir de todo esto? ¿Todavía existe? No les voy a negar que es una duda que a menudo ronda por mi cabeza. La verdad es que sí existe, pero parece ser que se ha quedado en 1928 y, al igual que Dalí, Gasch y Montanyà en el Manifest Groc, nosotros sólo “nos limitamos a señalar el grotesco y tristísimo espectáculo de la intelectualidad catalana de hoy, encerrada en un ambiente rancio y putrefacto”. En la obra Escorial, de Michel de Ghelderode, el bufón Folial le reprocha al Rey que “las horas pasan, y cada hora que pasa el aire es más venenoso; caeríamos muertos si respirásemos... si esta alucinación colectiva no nos hubiera helado la sangre”. En Cataluña, debido a esta alucinación colectiva que vivimos, hemos vuelto a las banderas, a los falsos signos identitarios, a la Historia mistificada, a las manifestaciones populares instrumentalizadas por el poder político, al clientelismo de medios de comunicación y artistas e intelectuales, al estruendo, a la incitación a la violencia, etc. Nuestro espíritu es tan antiguo en todo que Tucídides podría hacer la crónica. Sin embargo, nuevos movimientos cívicos aparecidos en el mes de abril como Sociedad Civil Catalana y otros con intelectuales como Somatemps arrojan, sin embargo, un rayo de esperanza sobre este lastimoso páramo en que han convertido unos pocos nuestra querida tierra.

Cuando Mussolini tuvo, en los primeros años, algunos choques con miembros de su movimiento, escribió: “¿Puede el fascismo dejarme de lado y seguir? ¡Claro que sí! Pero yo también puedo dejar de lado el fascismo y seguir”. Toda una lección de estrategia política, lección bien aprendida por los nuevos totalitarismos, que pueden dejar de lado a la sociedad y seguir solos. No en balde Hannah Arendt ya nos advirtió que “la democracia aún sigue siendo una aspiración de la humanidad”.