Para empezar, un poco de historia. El 20 de septiembre de 1792, en la localidad de Valmy, en el departamento francés de Marne, tuvo lugar una batalla que enfrentó al ejército francés con las tropas del Sacro Imperio Romano Germánico y Prusia. La victoria fue de la Francia revolucionaria al mando de los generales Charles Dumouriez y François Christophe Kellerman. Y fue precisamente Kellerman quien, al arengar a sus tropas antes de la batalla, pronunció el entonces novedoso "¡Viva la Nación!" La idea de nación –en la línea de los sueños de la razón impulsados por la Revolución francesa- abría las puertas de la libertad frente al absolutismo. En este sentido, puede considerarse que la nación es un producto revolucionario, porque supone el triunfo de la voluntad general, de los derechos e intereses ciudadanos, frente a la libertad particular del monarca. En definitiva -históricamente hablando-, la idea de nación se ha presentado ligada a las ideas de soberanía y democracia.
Bien puede decirse que el conflicto del nacionalismo catalán no es únicamente con el Estado –dejo a los freudianos la explicación por la cual les cuesta tanto hablar de "España"-, sino también –sobre todo- con el Estado de derecho y la sociedad abierta
Pero, los sueños de la razón –como lúcidamente señaló y dibujó Goya en los Caprichos- acaban produciendo monstruos. El nacionalismo, por ejemplo. Una amenaza. No me tilden de sectario. Admito que el nacionalismo, en sus inicios, se presenta ligado a las ideas de soberanía, democracia, modernización e interés general. Admito que el nacionalismo ha tenido, en determinados lugares y momentos, un carácter cívico e integrador. Liberal, incluso. Admito que el nacionalismo ha favorecido y posibilitado los procesos de descolonización y de recuperación cultural. Pero, también hay que admitir que el nacionalismo, cual Jano bifronte, ha sido detestable. Y hay que admitir que el nacionalismo, además de encontrarse en el origen de innumerables conflictos nacionales e internacionales de consecuencias dramáticas, además de propiciar la supresión o recorte de derechos, ha sido y es sinónimo de populismo, desintegración, particularismo, localismo, egoísmo, etnicismo, chovinismo, exclusión. Hoy, el nacionalismo -al socaire de determinados intereses políticos, económicos, psicológicos y simbólicos- revive, no las glorias del pasado, sino algunas de las miserias de ayer. Una amenaza, decía. En Cataluña, por ejemplo. Al respecto, no es una casualidad que Der Spiegel hablara, en un reportaje de septiembre de 2012, de la emergencia de un "nuevo egoísmo" en Europa. ¿Saben ustedes cuál era la imagen que ilustraba el reportaje del semanario alemán? Una fotografía de la Diada catalana de aquel año. El nacionalismo catalán como "nuevo egoísmo": populismo, mesianismo, victimismo, sentimentalismo, invención de la verdad a la carta, descalificación sistemática del adversario, concepción neopatrimonialista del "país" y de quién ha de gobernarlo, promesa de un futuro mejor por arte de liberación "nacional". Y quebranto de la ley a conveniencia: bien puede decirse que el conflicto del nacionalismo catalán no es únicamente con el Estado –dejo a los freudianos la explicación por la cual les cuesta tanto hablar de "España"-, sino también –sobre todo- con el Estado de derecho y la sociedad abierta.
Así las cosas, ¿cómo hacer frente al desafío nacionalista hoy existente en Cataluña? Mi respuesta es la siguiente: patriotismo. Pero, ¿no dijo Samuel Johnson -frase muy conocida y ampliamente repetida- que "el patriotismo es el último refugio de los canallas"? Sospecho que el célebre poeta, ensayista y crítico británico no había leído a Cicerón. Ni a Tucídides, Aristóteles o Séneca. Ni a los humanistas del Renacimiento. Veamos, ¿qué hay que entender por patriotismo más allá de ciertos usos que tergiversan o manipulan el significado del término en beneficio propio? Lo digo en latín, con las palabras que el propio Cicerón utilizó hace veintidós siglos: "Pro legibus, pro libertate, pro patria". La patria entendida como sinónimo de libertad y ley. En definitiva, una nación de ciudadanos. Idea que, por nuestros lares, tomó cuerpo en la Constitución de Cádiz. Idea que remite a las revoluciones liberales que instauraron, en Europa y América, los derechos del Hombre y del Ciudadano.
La política no puede obedecer al inefable amor al terruño. No puede fundamentarse en la afirmación heráldica que separa el Nosotros del Ellos. No puede basarse en las ficciones, caprichos y obsesiones del político de turno. La política –además de huir de las "pasiones que esclavizan el alma", por decirlo a la manera de Cicerón- debe inspirarse en los valores liberales, esto es, en el respeto a la legalidad constitucional, en la apuesta por el refuerzo de la práctica democrática, en el interés común, en la toma de decisiones compartidas y el respeto a la identidad privada del individuo. Parafraseando a Goethe, no se trata de fabricar buenos catalanes o españoles, sino de generar ciudadanos libres de una sociedad abierta. Eso es el patriotismo.