Si fuera posible votar hoy a nuestros representantes políticos mediante listas abiertas y no bloqueadas, y en una de ellas apareciera Jordi Cañas, no dudaría en votar por él; un voto prestado, por supuesto. Le guardo respeto porque lo tengo por honrado y noble y persona que sabe lo que se dice. Le tengo admiración porque está ejerciendo su cargo de diputado autonómico con una extraordinaria dedicación y capacidad. Su peculiar y aguerrida oratoria parlamentaria me resulta simpática por el sentido de dignidad que manifiesta. Coincido con sus posiciones principales, como son una radical sensibilidad social y su particular españolía que reivindica una catalanidad plural y abierta (y viceversa). Una razón no menor por la que le tengo afecto es su valentía; sabe ir contracorriente sin arredrarse por la hostilidad que esto genera, y produce a su alrededor un sano y liberador efecto contagioso; quizá por eso está a menudo en el ojo del huracán. Si refrenara su excesiva impetuosidad, que no su entusiasmo, dificultaría el acorralamiento a que se le quiere someter con trampa.
Todos sabemos que nacionalismo y federalismo son términos contradictorios, y que los grupos nacionalistas siempre tienen todo punto de llegada como nuevo punto de partida, son perpetuos insatisfechos hasta ejercer el centralismo, su objetivo final
Muchos años antes del regreso de Tarradellas -espejo de respeto, cortesía y firmeza-, Gaziel denunciaba la carencia del don de gentes en la política catalana: "Se afirma a sí misma con desmesurada soberbia, con incorregible miopía". Lo pueden hallar en Tot s’ha perdut. Y de esto nos resentimos como si el tiempo no avanzase. Si yo tuviera acceso personal a Jordi Cañas, me permitiría sugerirle que no huya hacia adelante. Quizá sean mis años más que mi carácter lo que me haga pensar así. Vean sino lo que es la edad: la tarde en que Josep Tarradellas regresó a Barcelona con su célebre "Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí!", Jordi Cañas tendría unos siete años de edad y yo estaba en un barracón de Sant Climent Sescebes haciendo milicias (estaba solo y pendiente del transistor, leyendo sin devoción el libro de Santiago Carrillo Eurocomunismo y Estado y, a ratos, consultando el archivo de revistas que tenían para solazarse quienes estaban de cuarteleros).
Entrando en materia diré que aunque un premiado pelagatos (pelacanyes, diríamos en catalán) publique estupideces o burdas maldades, como acusar a los federalistas de "colaboracionistas", es mejor no entrar al trapo o medir la respuesta. A veces no es señal de debilidad, sino de fortaleza morderse la lengua. Todos sabemos que nacionalismo y federalismo son términos contradictorios, y que los grupos nacionalistas siempre tienen todo punto de llegada como nuevo punto de partida, son perpetuos insatisfechos hasta ejercer el centralismo, su objetivo final; lo explica muy bien Francesc de Carreras en el libro Estado, Nación y Libertad. No se olvide el mandamiento "no dialogarás en vano", o el dicho quijotesco "no está hecha la miel para boca de asno". A mi parecer, el nivel intelectual y moral de Cañas está bastante por encima de lo habitual en el gremio político, y es superior al de sus más virulentos detractores. Yo no tengo cuenta de Twitter, pero me parece erróneo exhibir fotos desafiantes a quienes no tienen vergüenza en aludir a la Legión Cóndor o al enriquecimiento por el Holocausto, para intimidar a quienes vacilen en discrepar públicamente de sus disparates. ¿Qué se consigue? Todo esto da asco y pienso que no hay que dar carnaza ni facilitar la inversión de papeles.
Se ha hablado con ramplonería de colaboracionismo. No tienen ni idea. A quienes tengan buena fe y no quieran hacerse mala sangre, como ustedes amables lectores, les diré que entre diciembre de 1944 y enero de 1945 cuatro destacados periodistas colaboracionistas franceses fueron juzgados: Béraud, Chack, Combelle y, el de mayor renombre, Brasillach.
Nacido en Perpignan, Robert Brasillach fue acusado de traición y condenado a muerte por sus "crímenes intelectuales", parece ser que ni delató ni torturó. Intelectuales como Mauriac, Cocteau, Claudel, Valéry, Duhamel y Camus pidieron en vano clemencia por su vida al general De Gaulle. Albert Camus, muy admirado por Hanna Arendt, recalcó que estaba en contra de la pena de muerte. Pero todas estas historias es mejor dejarlas correr, y no facilitar que nadie se obceque más aún. Yo pediría que, por tranquilidad, no mentemos la bicha. Lo contrario es siempre peor.